«Libertad danzando entre las letras» | Por Eduardo Noriega
En un tiempo en que la libertad está más prostituida que la ilustre de Babilonia, reflexionar acerca de tan bonita palabra y, al tiempo, peligroso concepto, me parece un ejercicio de lo más saludable.
Es innegable, como que la lluvia cae de lado en el norte, que esa idea no ha representado lo mismo a lo largo del luengo camino de la Humanidad. O, al menos, no para todo el mundo. Preguntemos a un esclavo de tantos antiguos imperios, a un siervo de la nobleza medieval europea, a un agricultor de la Rusia de los Romanov o a un obrero de la pujante industria de finales del XIX y sabrían más que cualquiera de nosotros lo que representaba antaño la libertad. Hogaño, pese al supuesto desarrollo de las sociedades, pese a los derechos a priori adquiridos, el ser humano medio sigue sin ser libre.
Llegados a este punto, me cuestiono si realmente sabemos qué significa ser libre. Yo no, la verdad. Doctores hay que han dado respuestas mejores que cualquiera que pueda aportar yo, así que me permitirán que, a continuación, ilustre o confunda al lector con nada más que preguntas sobre tan peliagudo asunto.
¿Es ser libre hacer lo que uno quiera, o poder hacerlo? ¿Es libertad entonces la anarquía o es nada más que el principio del caos? ¿Es ser libre gozar de derechos asumidos como universales, sobre el papel de las leyes en que están escritos o en la realidad de cada día? ¿Es ser libre padecer rigores si la norma vigente así lo propugna, o es solamente ser consecuente con las reglas que todos nos hemos puesto y que muchos juzgan necesarias para no ser llamados animales? ¿Es ser libre ignorar los padecimientos de millones, únicamente porque están en el otro lado del mundo, sea éste plano, esférico o con forma de boñiga?
Convencido de que el ser humano (como grupo, afortunadamente no tanto como individuo) es profundamente egoísta y estúpido, me veo abocado a pensar que esa máxima de que la libertad de uno termina donde empieza la del vecino no es de fácil cumplimiento. Supuestos adalides de la libertad se olvidarán de lo que sucede al lado de su casa tras conseguir lo que quieren, lo que ansían, lo que no es sino su derecho inalienable. Poco importa lo demás. Nada importan los demás.
¿Que mientras el mundo sufre una pandemia hay que dejar morir y padecer ignominiosamente a cuatro mil seres humanos cuyo cuidado es tu responsabilidad? Pues se hace, que eso es la libertad frente al comunismo. ¿Que una lucha primero, una rebelión después y finalmente una revolución que buscan la libertad y la dignidad de las personas se convierte en un régimen dictatorial que envía a morir en Siberia o de hambre en su casa a más millones de los que pretendía salvar? Pues adelante, que para eso han nombrado libremente su líder. Es un pesaroso axioma que los grandes avancesfueron precedidos de acciones por demás violentas, demasiadas veces en nombre de la fraternité, égalité et liberté. He de concluir que es objetivo loable y hermoso ser libre, pero que no es fácil de lograr y mucho menos de ejercer.
Como este altavoz me lo proporciona una publicación que tiene a los escritores como leitmotiv, he de referirme, antes de liberar los cansados ojos del lector, a la libertad en literatura.
Constatada mi inutilidad para definirla, desbarraré ahora acerca de si tal libertad existe o es un mero espejismo. ¿Es lícito y por tanto somos libres de escribir lo que sea que a uno se le antoje? Una cosa llamada mercado diría que no, si el autor pretende que su mensaje llegue a destino y ese destino no sea únicamente la amiga impenitente que siempre lee sus escritos. Más aún si lo que quiere es vivir de ello. ¡Hasta el gran alcalaíno no fue libre cuando se vio obligado a incluir en su Quijote una dedicatoria, al duque de Béjar primero y al conde de Lemos después, ansiados mecenas, imprescindibles para que su magna obra viera la luz! (Aclaremos aquí que estas dedicatorias hoy día tienen interpretaciones diferentes a esta mía, la más evidente y accesible a todo lego en la ciencia cervantina).
Hay otro concepto, la libertad de expresión, un ser tan frágil como poderoso, criatura mágica a diario manoseada hasta la violación, que gritaría, orgullosa y militante, que sí. No solamente existe, sino que además es capital. ¿Es necesario que cualquiera, más que nadie los tocados por la varita del talento, puedan ejercerlo sin cortapisas, quebrante a quien quebrante? Por supuesto, diría el convencional. Alguno afirmaría, incluso, que es obligación ejercerla de modo contestatario, subversivo, en honor a esa libertad de expresión que, de otro modo, languidecería hasta morir. Otros se contentan con poder publicar su obra sin terminar en el cadalso, en ocasiones más literal que literario. Pero no quitemos ni un ápice de su importancia a esta libertad pues, como dijo el Perich, gracias a ella hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco… exceptuando a Putin.
¿Y qué diría su enemiga íntima, la censura? Desterrada aparentemente en nuestros días, aún pervive, solapada o con descaro, aquí, allá y acullá. Habrá muchos que consideren que una censura, una mínima supervisión, por darle otro nombre menos beligerante, no solo es conveniente, sino necesaria. ¿Necesitamos velar por nuestras palabras para que determinadas ideas no lleguen al gran público? Dicho en positivo, ¿es obligado que una obra vaya alineada con cierto contenido para su éxito? Nos hubiéramos perdido obras impregnadas de polémica pero absolutamente maravillosas, como la deliciosa «Lolita».
La Historia da cuenta, por desgracia, de lo que conllevaron mensajes de intencionesmoralmente dudosas, aunque estrictamente legales en su momento. Quizá hubiera sido un acierto apagar su libertad y censurarlos. ¿Y qué pensar de lo que la tecnología puede hacer hoy, al servicio de ladinos y mentirosos, para ampliar su público y convertir a un simple vocero en un visionario de talla mundial? ¿Debe privársele de esa tan manida libertad de expresión? Parafraseando a un mago, ni el más sabio conoce la verdad de todos los caminos.
Escribiendo en primera persona, sin pensarlo, me siento libre. En mis letras no hay grilletes que apresen ni guillotinas que amenacen. Este simple contador de historias no nació como escritor para insuflar la libertad en otros corazones, sino para disfrutarla en el propio, como obliga el egoísmo ya mentado, que poseo en enorme y vergonzante cantidad, salvo cuando comparto las aventuras de mi mente enferma con el resto del mundo.
Quien se sumerja en mis andanzas podrá dar fe de lo anterior. También será libre de tirarme a la papelera si le apetece o de guardar el libro en una estantería dorada. Así entiende quien suscribe la máxima expresión de la libertad literaria que, digan lo que digan críticos expertos, tertulianos desinformadores o maestros bienintencionados, deberíamos disfrutar: la de la lectura por placer.
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