CUANDO EL CIELO SE ABRE… | Por Francisco José Chaparro Díaz
Allá por febrero de 2.023, con motivo de los terribles terremotos que sacudieron Siria y Turquía, escribía un artículo en el que traté de expresar la magnitud de las consecuencias que había provocado el mismo, y como el contexto político y social en que se encontraba cada uno de los dos países, había amortiguado el efecto de la respuesta que cada uno de los dos gobiernos pudieron ofrecer a su damnificados ciudadanos (recomiendo la lectura de mi artículo “Cuando la tierra tiembla”, publicado en elescritor.es). Al margen de las diferencias de cómo cada administración pudo o supo gestionar tal catástrofe, en ambos coincidía el elemento del inmenso poder que tiene la naturaleza, como la misma, cuando desata su furia, no hace distinciones entre países ricos y pobres, de tal o cual condición política y de cómo, cuando la tierra tiembla, aplasta con su poderoso puño a todo ser viviente, animal o humano, sin distinción alguna.
Lamentablemente, algo similar ha vuelto a ocurrir hace sólo unos días en la Comunidad Valenciana, en España esta vez, sí en nuestro propio país, con la Dana que ha azotado a la provincia de Valencia, dejando lluvias en unas solas horas equivalentes en cantidad a las que hubieran caído en un año entero.
Esta vez no ha temblado la tierra, se ha abierto el cielo y ha desatado, derramando en forma de agua, toda su furia natural, dejando a su paso un reguero de muertes, desapariciones y destrozos materiales, que ya han quedado marcados en la Historia de España, como una de las mayores catástrofes naturales recordadas.
Hablar de datos a estas alturas, cuando no han pasado aún ni dos semanas, es prematuro, pues a las más de dos centenas de fallecidos, hay que sumar otras tantas de desaparecidos, vidas destrozadas por la furia de la naturaleza que nos recuerda cada vez que se manifiesta, la insignificancia del ser humano que habita este planeta, ante la imparable energía que alberga la natural evolución del mismo, lo que nos recuerda la quimera que supone pensar que podemos dominar el mundo en el que vivimos, cuando en realidad no somos más que hormigas ante las pezuñas de un elefante, que es la madre tierra.
Hablar de cifras económicas resulta más prematuro aún y todo se constriñe en torno a cifras especulativas, pues se habla de más de treinta mil millones de euros, para que las infraestructuras y los daños en bienes particulares puedan ser repuestos. Aunque ya se han aprobado las primeras partidas por un importe superior a diez mil millones, ¡¡oh sorpresa!!, con acuerdo entre todos los partidos del arco político, lo cierto, es que parece evidente que resultarán insuficiente para paliar tal desastre y restañar la normalidad previa a tan destructor fenómeno natural.
En estos días posteriores, se han visto historias paralelas a lo que fue el fenómeno natural en sí mismo y desde la bronca política habitual entre los partidos políticos que gobiernan las distintas administraciones que deben gestionar el desastre, hemos visto el atípico encuentro entre los Reyes de España y la población de una de las localidades afectadas, que limpiaban sus calles; la imagen de los monarcas manchados de barro, las lágrimas de la Reina, pero también, desde los insultos tanto a ambos, como al Presidente del Gobierno, con intentos de agresiones incluidas, hasta manifestaciones populares en contra del presidente autonómico y como no, las enormes muestras de solidaridad ciudadana, de vecinos de localidades vecinas acudiendo en legión a colaborar en la limpieza y en el socorro de sus vecinos, el despliegue de medios militares y también el de medios de comunicación, copando noticiarios y todo tipo de programas de sus parrillas con tan nefasta tragedia.
De todo ello se han visto y constarán en los anales, infinidad de imágenes, audios y ríos de tinta, para quien lo quiera recordar cuando el tiempo vuelva deleble el recuerdo de tan magno evento. Pero yo hoy, a diferencia de las grandes noticias, quiero acordarme, como hago otras veces, de la intrahistoria de las personas de a pie, afectadas en su vida real por los efectos de la tragedia.
Así, me pongo en la piel de Susana, que tenía una guardería a las afueras del pueblo, en un bonito local comercial que compró el año pasado y que tras un largo y costoso proceso de reforma y tras los primeros pagos de la cuota hipotecaria, abría sus puertas este año por primera vez a principio del curso para recibir a sus primeros niños. Ahora, su local y su sueño están destruidos, por litros de agua y kilos de lodo que lo inundaron y destrozaron todo, no sabe si algún día podrá volver a abrir, que pasará con sus niños, cuando le llegarán las ayudas que dicen van a poner en marcha y cómo se deben tramitar y gestionar las mismas. ¿Debe acudir a su aseguradora? o ¿alguien del Ayuntamiento va a centralizar las reclamaciones de ayudas?, ¿tardarán mucho en llegar o vendrán más o menos rápido?, e incluso llegando en un tiempo razonable, ¿le cubrirán lo que necesita o encima le costará el dinero a ella también de su propio bolsillo? Y además de todo ello, ¿qué albañiles y operarios va a hacerse cargo de la obra? cuando está claro que los mismos y todas las empresas del sector, también están afectadas en sí misma y cuando empiecen a funcionar, tendrán que atender otras prioridades u otras personas en la misma situación de ella… estas preguntas y muchas otras aún sin respuesta, tienen a Susana sin dormir y necesitada de ayuda terapéutica, que tampoco llega adecuadamente, porque todas las infraestructuras se las llevaron las aguas la noche que se desbordaron…
¿Qué decir de Rafael?, que con su gestoría a pie de calle desde hace más de treinta años, tenía a su cargo una plantilla de más de diez trabajadores, para llevar al día la contabilidad, gestión y trámites de casi mil empresas y trabajadores autónomos… cuando la furia de las aguas doblaron como si fuera chicle la persiana metálica que cerraba su local, estas arrasaron con mobiliario, con expedientes y con los ordenadores que contenían la información y el día a día de miles de personas que trabajaban en estas empresas y que ahora están a ciegas sin saber cuánto será el daño que esta situación ha causado, no ya a Rafael y su equipo, que es valorable a simple vista viendo como ha quedado el local, sino a los muchos clientes que ahora han quedado a ciegas sin el apoyo técnico que los servicios que Rafael les suponían.
Como de Susana y Rafael, podría hablar de Eloy, que con su tienda de ultramarinos en el centro del pueblo hace casi cuarenta años contaba los meses para poder jubilarse y que ahora ya veremos, o de Mª Luisa, que en el pueblo de al lado, vio pasar flotando su coche desde el balcón de su casa, como si fuera un tapón de corcho y que a pesar de dar gracias de que los suyos y su casa quedaron a salvo del desastre, al vivir en un quinto piso, ha perdido su vehículo que era sus pies y sus manos, para llevar y traer a su hija a la guardería de Susana, para ir a trabajar en la oficina de Rafael y para tantas otras cosas de las que tenía dependencia, sin saber cuándo el Consorcio de Compensación de Seguros, le abonará algo, para intentar reponerlo, si es que puede, pues con más de diez años funcionaba muy bien, le ofrecía todo lo que necesitaba, pero a ojos de la administración no vale nada…. Como su vida, sus problemas y la de tantos otros ciudadanos anónimos que estos días han manifestado su indignación, por la sensación de absoluto abandono en la que la clase política los ha dejado.
Sin perjuicio de la mejor o peor gestión que se haga de las consecuencias de la Dana, algo que sólo el tiempo pondrá en su sitio, lo que nunca debemos olvidar, como ya dije cuando el terremoto de Oriente Próximo, es que la magnitud del poder de la naturaleza, que cuando hace temblar la tierra o cuando abre sus cielos, nos recuerda lo insignificante y efímera que es nuestra presencia sobre la faz de la tierra.