“Benedicto XVI, Adiós a un gigante intelectual” | Por Francisco José Chaparro Díaz

El último día del año 2.022 nos sobrecogió con la noticia del fallecimiento, a los 95 años de edad, del Papa emérito Benedicto XVI. En los días posteriores hasta su sepultura en las grutas vaticanas, asistimos al boato de los actos previos al enterramiento de un padre de la Iglesia Católica, que finalmente tuvo lugar el día 5 de enero, siendo el acto más solemne presidido por el actual pontífice Francisco I.
Muchos conocerán y recordarán el pontificado de Benedicto XVI por ser el Papa que renunció al trono de San Pedro de forma voluntaria para entregarse a la oración y la meditación, conviviendo durante diez años dos Papas vivos en una situación casi nunca vista en la historia milenaria de la Iglesia.
De sus méritos y deméritos como Pontífice, la Historia se encargará de recrear en qué lugar lo coloca, pero de lo que quizás menos se hable con el paso de los años y es aquí donde va mi modesto homenaje, es de lo que pocos conocen, por lo que menos se lo recordará fuera del ámbito eclesiástico y que no es ni más ni menos, que por su enorme, gigantesca talla intelectual.
Detrás del monarca, del Jefe del Estado Vaticano, del Pontífice, del “primus inter pares” y de tantos otros títulos que le atribuía su condición de Papa, estaba la persona de Joseph Aloisius Ratzinger, un hombre, nacido en Marktl en 1.927, en una Alemania que vivía uno de los periodos más convulsos de su historia y que supo encaminar sus pasos hacia la paz de la Iglesia, en un momento en el que su país caminaba hacia el desastre y la barbarie.
Pocos conocerán, que este joven sacerdote con el paso de los años se convertiría en uno de los pensadores más importantes e influyentes de todo el siglo XX, al que el brillo de la corona pontificia, en cierta medida, ocultó sus méritos intelectuales que lo colocan por méritos propios a la vanguardia del pensamiento.
Pocos sabrán, que además de sus labores litúrgicas, el joven Joseph ejerció como docente, desarrollando una profusa labor académica que lo llevó desde el profesorado en el seminario de Freising, hasta las Universidades alemanas de Bonn, Munster y la de Ratisbona. Doctor en Teología, se convirtió en una eminencia en su campo, hasta el punto de ejercer como asesor de la misma en el Concilio Vaticano II, del que salió con el reconocimiento de ser un reformista convencido, defensor de la libertad religiosa y el respeto a otras religiones.
Pocos habrán oído hablar, de que en su profundización sobre el estudio de la Teología, defendió algo tan de rabiosa actualidad a día de hoy, como era la necesidad de adaptar el lenguaje, para conectar el mensaje del Evangelio con las inquietudes del hombre contemporáneo, para entre otras cosas, hacer entendibles las “verdades” del Cristianismo como “La Revelación” o “La Salvación”, para que el Evangelio se entienda “de un modo dinámico…siempre proyectado hacia lo nuevo”.
Poca gente tendrá conocimiento de su pensamiento en el terreno de la moral, donde defendió que: “La fe cristiana no tiene nada que ver con la religiosidad que busca la recompensa…. Ganarse un derecho a la salvación. La fe en Jesús se basa en la humildad que vive del amor gratuito recibido, la gracia, más allá del mérito…”. Rompía con el esquema inculcado a fuego durante tantas generaciones de la concepción judeo-cristiana de que quien bien se porta, su premio obtiene en el más allá. Pensamientos profundos, bien documentados y avanzados en su época, que incluso lo llevó a explorar el terreno de la sexualidad, entendiéndola con un sentido positivo como una característica propia del ser humano, como ser físico, necesaria para comunicarse, para perpetuar la especie y “coherente con el Dios de la Creación y la vida que se revela en la Biblia”.
Denunció el neopaganismo en que vive Occidente, marcado por el papel central y adoración que se le tiene al dinero, al prestigio, al placer y al poder, lo que provoca la manipulación de unos cuantos sobre la mayoría, el aislamiento del individuo y el surgimiento de una sociedad “desorientada y carente de valores humanos consistentes”. Sin duda otro mensaje de plena actualidad.
Quizás si haya muchos que sepan, que en 1.981 el Papa Juan Pablo II, lo llamó a Roma y lo nombró Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Institución encargada, entre otras cosas, de la defensa y conservación de la Doctrina y Dogmas de la Iglesia. Todavía hay quien se pregunta como un Obispo y Cardenal aperturista en su momento se erigía en cabeza visible de una institución de perfil conservador, sin embargo su fuerte vínculo con Juan Pablo II y su bien ganado prestigio por su trayectoria, lo llevaron al desempeño del cargo, que hasta su nombramiento como Pontífice ejerció con rigor.
Dicho rigor le acarrearon fama de “duro” y tuvo que hacer frente a conflictos de la Iglesia tales como el tener que enfrentarse a otros teólogos con ideas más progresistas, tuvo que luchar contra ciertos aspectos de la “Teoría de la Liberación”, que especialmente en Sudamérica venía marcada por un fuerte carácter Marxista, como por el contrario también combatió las excesivas políticas liberales, pues él entendía el Cristianismo como algo que va más allá “…de la mezquina defensa de estructuras políticas y sociales que siempre serán mutables y pasajeras”.
Una época marcada por la necesidad de afrontar problemas de la Iglesia tales como los conflictos teológicos y morales en torno a la guerra, la pena de muerte, la eutanasia o la homosexualidad, una época en la que debió encarar escándalos como los abusos sexuales de sacerdotes a menores e incapacitados o las irregularidades en la gestión del Banco Vaticano.
En definitiva la obligación de afrontar retos y dificultades mayúsculas que sólo estaban a la altura de alguien de su talla, razón esta una de ellas, por las que sin duda el Papa Vojtyla confió en él en su momento.
Como ya he dicho, su nombramiento como Sumo Pontífice el 19 de abril de 2.005, lo encumbró a la cima del Catolicismo, pero dejaba en un segundo lugar su enorme legado intelectual, donde más allá de sus actos, dejaba infinidad de escritos, publicaciones y comunicados de todo tipo, cuya influencia en la Iglesia Católica están muy presentes.
El legado de un hombre, Joseph, que fue una amante de la cultura y del conocimiento, pues pocos sabrán que dominaba ocho idiomas (alemán, italiano, francés, inglés, español, latín, griego y hebreo), que poseía igualmente ocho doctorados “honoris causa”, que era músico, pianista y compositor, amante de las Artes, la Literatura y se encomendaba permanentemente a la oración.
Hoy todos conocen que ha muerto el Papa Benedicto XVI, pero no tantos saben que con él se pierde a un intelectual de talla inigualable, que espero tras este mi modesto homenaje, sea más conocido y sobre todo, recordado, ¡descanse en paz, Joseph Ratzinger!.
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