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«Sobre Marina de Carlos Ruiz Zafón» | Por Josep Segui Dolz

«Sobre Marina de Carlos Ruiz Zafón» | Por Josep Segui Dolz

«—A veces, las cosas más reales solo suceden en la imaginación, Óscar —dijo ella—. Solo recordamos lo que nunca sucedió». P. 103.

Sin desmerecer en absoluto los cuatro volúmenes de El cementerio de los libros olvidados (2001 – 2016), quiero decir que mi obra favorita del lamentablemente malogrado Carlos Ruiz Zafón (1964 – 2020) es, con mucha probabilidad, Marina (1999).

No, esto no es una crítica literaria al uso: ni sabría, ni podría, ni querría hacerla. Tampoco una reseña. Pero estos días he vuelto a leer la novela y me he vuelto a emocionar mucho, muchísimo. La primera vez fue hace bastantes años, luego le presté el libro a alguien y ya nunca se supo. No pasa nada.

Ahora, cuando me ha apetecido leerla de nuevo pues me la he vuelto a comprar y santas pascuas (aunque no voy sobrado de pasta; pero un libro nunca es un gasto, siempre es una inversión). Es la edición que aparece en la fotografía de producción propia.

Marina tiene todo el tiempo un nosequé muy especial: un halo de misterio que inunda la narración y sobrevuela pasajes muy explícitos que, por lo tanto, no necesitan ninguna explicación. Eso me llega, me pone los pelos de punta, me hace amablemente llorar y, como digo, me emociona.

Pero hay algo más.

Gran parte de la trama transcurre en el barrio de Sarriá y también por el Paseo de la Bonanova que, de alguna manera, delimita la parte alta de la ciudad de Barcelona de la más baja; la que va acercándonos casi sin darnos cuenta al mar. Y resulta ser que hace algunos años viví trozos de mi devenir cotidiano por esa zona; zona que ya de por sí se percibe como misteriosa en muchos de sus rincones, calles y antiguas mansiones y caserones. Allí pasé algunos de los momentos más felices de mi vida y también tuve tiempo de sobra para callejear acompañado por las reflexiones y conversaciones con las hadas (que en esos sitios abundan).

Y allí en Sarriá, en un hotel de la calle Anglí (calle que aparece en Marina) conocí hace ya tiempo a Yanice, una de las protagonistas fundamentales de mi novela Lo que tenga que ser, será (2020, https://www.josepseguidolz.info/lo-que-tenga-que-ser-será). Y me enamoré de ella como queda más que patente en la narración.

Y también paseando por Bonanova encontré a la cantante estadounidense Taylor Swift con quien compartí un buen momento tomando un güisquito y charlando a gusto. Pero no, de ella no llegué a enamorarme. ¡No me da para tanto!

Bueno, todo eso no me pasó tal cual a mí personalmente, si no al protagonista principal de Lo que tenga que ser…, Jose Gómez, aunque he de reconocer que en muchas ocasiones no sé distinguir bien bien entre mí mismo, sea eso lo que sea, y los personajes de mis novelas. De algunos, vaya. De los fascistas, machistas y malos sí que me distingo. Eso está claro. Y lo otro es posible que sea debido a mi reconocido trastorno multipolar. Puede ser.

El caso es que los espacios, los lugares y los no-lugares (Marc Augé, 1993, Los no lugares. Espacios del anonimato. Antropología de la Sobremodernidad) están siempre llenos de emociones (los últimos un poco menos; pero también: vamos a darles una oportunidad a los pobres, ellos no tienen la culpa). O casi siempre si es que tienen alma (ver https://elescritor.es/opinion/el-alma-en-la-literatura-por-josep-segui-dolz donde me inspiro en y homenajeo a Ruiz Zafón por cierto). Y de personas, claro. Personas, sí, más que personajes. Personas con las que cuando leemos nos identificamos (al fin y al cabo, ¿qué es la identidad?), de las que nos enamoramos, con las que sufrimos, lloramos, reímos y somos felices a ratitos.

Eso, esa especie de identificación es con mucha seguridad una de las magias de la literatura (¿hay más?) y también, lo sé, de todas las llamadas bellas artes (¿las hay feas?). ¿O emocionarnos no es un poco bastante identificarnos con esa pintura, esa canción, ópera o sinfonía, esa película u obra de teatro? Emocionarnos, sí, apasionarnos hasta niveles que la propia vida —si es que hay alguna diferencia entre ella y las bellas artes— se muestra incapaz de ofrecernos de manera constante por sí sola. ¿Te imaginas lo que sería vivir en un estado de apasionamiento permanente? No es difícil que sea así; aunque tampoco fácil, ya, ya. Solo hay que hacerlo. ¿Cómo? ¿Tú lo sabes? Yo no. Pero pasar, pasa, ¿verdad?

En Marina —y en la tetralogía del mismo Carlos o en las novelas de Murakami, de Cortázar, de Kafka, de Kundera y espero con humildad que en las mías también* — hay emoción a raudales, hay un goce tremendo que casi llega a lo sexual sublimado (otro día hablaremos de qué es eso, lo sexual sublimado; suena bien, ¿eh?). Hay pasión y misterio. Hay, en definitiva, alma. O sea, vida (ver referencia hiperenlazada anterior).

¿Y quienes escribimos? Bueno, yo ya he hecho sin ningún rubor un poco de publicidad de mi novela (perdón), de esa que transcurre por los mismos sitios que Marina. Hay otros por cierto. ¡Incluso Yanice y yo —o sea, Jose Gómez— nos vamos a vivir una temporada a Madrid!, lo que no está nada, nada, nada mal; aunque allí pasa alguna que otra cosa no muy agradable (también en Barcelona) que no voy a contar ahora, claro. Y perdón por pedir perdón al principio de este párrafo. Si no me he ruborizado es que no hay culpa y por tanto no debería de dis-culparme).

Si se trata de que nuestros lectores o lectoras se emocionen (cosa que no suele ocurrir en un ensayo filosófico o un artículo científico o periodístico —o sí, ¿por qué no?—) pues nos encontramos con lo mismo que ya he referido en escritos anteriores en este mismo medio: no hay una fórmula para hacerlo. Desde luego lo que sí está claro es que tendremos que emocionarnos con (sufrir con, amar con, reír con…) las personas de quienes contamos sus vidas (¿o la nuestra?), sus aventuras, excentricidades, pecados y muchas veces, con permiso o son él, intimidades.

Vale. En eso seguramente estamos de acuerdo. Pero… ¿qué más?

Nada.

No hay técnica, no hay un programa predeterminado ni un guion al uso para las emociones. Son cosas que pasan, procesos que nos invaden y atraviesan y, a veces, hasta nos saturan.

No hay escuela ni manual que nos enseñe a usar ni a narrar las emociones. Ni falta que nos hace por mucho que estén muy de moda los libros y cursos al uso. Eso no sirve para nada. Eso más que un gasto es un derroche inútil. Créeme (si quieres).

¿Cómo hace Ruiz Zafón para emocionarnos tanto (al menos a mí) en Marina o en toda la extensa tetralogía de El cementerio…?

Ahora, desde que se fue, ya no podemos preguntárselo excepto que tengamos poderes sobrenaturales y hablemos con los espíritus. Pero mucho me temo que él mismo no sabría tampoco darnos una receta, un cómo hacerlo, cómo escribirlo, cómo narrarlo. Porque, me repito, no hay cómos; no hay recetas.

Y con eso nos quedamos. Ahora bien, siempre —si procede y te apetece— con una lágrima en la mejilla o una amplia sonrisa y un dulce beso en los labios.

¡Abrazos!

Josep

https://www.josepseguidolz.info

*Por supuesto que no trato en absoluto de compararme con estos grandes genios de las letras de quienes tanto he aprendido y aprendo. A diferencia de ellos (y muchos más) yo solo soy un pobre juntapalabras


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