No soy escritora… | Por Carolina Saavedra
Está sentada un día más frente a una pantalla en blanco. Ha vuelto a abrir lo escrito en días anteriores, un relato sobre una niña con bulimia y otro sobre la amistad. Los ha cerrado sin guardar los cambios. Ha hecho lo mismo con el quinto capítulo de su tercera novela… No se le ocurre nada que añadir. Síndrome de la página en blanco llaman a eso.
Así que, lo más aséptico es seguir mirando una pantalla, que tal vez rellene con pensamientos deshilachados, que no llevan a ninguna parte…
¿A quién pretendo engañar? Esto no es el comienzo de un relato, ella no es ella, ella es yo. Y no escribo porque no me sale.
Hace un tiempo decidí que no volvería a escribir sobre amor, amor romántico se entiende. Daba así el beneplácito de la duda a los que piensan que tanto amor empalaga, y a los que opinan que sobre lo que yo hablo no es real. Que lo de verdad es el día a día, estar en las buenas y en las malas, sufrir para pagar facturas, y compartir de todo un poco hasta que “la muerte nos separe”.
Y aquí estoy, obediente, intentando contar otras cosas que no me salen. Es así como me doy cuenta de que no soy escritora, solo una escribiente de ese tema universal. Eso de enamorada del amor no existe, dicen. Y digo yo ¿qué sabe nadie de nada y menos de los demás?
Narro habitualmente en primera persona, no para que sea más autobiográfico, probablemente mis escritos en tercera hablen tanto o más de mí. Lo hago porque me lío con los leísmos. En el “yo” se utilizan menos. También tengo dudas con las comas, que las reparto como si hubiera comprado un lote a punto de caducar. Para qué hablar del “si no” junto o separado, y otros muchos problemas ortográficos que no siempre son fáciles de solucionar.
Eso sí, debo decir a mi favor y en defensa de mi adicción por las letras, que cuando llevo un mes sin rellenar una cuartilla, estoy que me subo por las paredes. No tanto porque necesite contar historias, lo que no quiero es morir asfixiada por mis propias palabras, las que no digo, y no por falta de sinceridad ni por exceso de diplomacia, ni siquiera por ganas de hablar, que no las tengo. No, no las digo porque uno no va diciendo por la vida cosas como “te llevo en cada arista de mi cuerpo”, o “siento el gotelé de las paredes arañándome el pecho, en las noches de insomnio”. Y yo quiero expresarlo así, sí, de tripas hacia abajo, con esa contundencia, con toda la cursilería del exceso, y la rotundidad que solo da la piel.
Ya sabemos que la vida es otra cosa, pero yo dibujo la mía como quiero, y también la escribo. Soy un acceso, no de emociones, esas no se explican; esas se tocan, se sudan y se lamen. Lo mío es un problema de atasco verbal.
Hay quien piensa que decir lo que se siente, no tener pudor, te hace libre, y no, al contrario, te hace vulnerable, pero es la única solución a una úlcera sangrante.
En mi caso, y volviendo a esto de escribir, me gusta pensar que tengo algo de cada uno de mis personajes, tanto de los relatos como de las novelas.
El pulso de mi mano izquierda tiembla como a Eva la pierna cuando está nerviosa. También vomito lo sobrante como ella. Puedo volverme loca de amor hasta que los pies me sangren por ir tras él, como la protagonista de ese libro que pronto verá la luz porque se lo debo a mis noches sin dormir y de llanto. Y mataría por volver a encontrar el calor en la tripa de mi madre, como hizo el pequeño Jack en aquel cuento. Soy todos y cada uno de ellos, aunque sea en un par de trazos, y por eso escribo, para poder serlo.
Tal vez solo sea eso, una forma de vida, no una profesión. En mi caso la mejor forma de acariciar que conozco, la menos invasiva, quizá. Ese lugar donde uno dice lo que quiere y es quien desea ser. Donde dibujas los mejores escenarios posibles, en los que llorar, donde reír, y claro que sí… Amar también.
Saludos!
Nos vemos en las letras…
Samurái 😉