El soldado arrepentido | Por Anate Rivera
Regresaba del colmado de la aldea con las pocas provisiones conseguidas. Al sonido crujiente de piedras del sendero bajo mi calzado se unió un tímido gemido. Me detuve por distinguir si humano o animal. Algunos pasos más y un pequeño rodeo al matorral me permitieron descubrir a un soldado tumbado de costado y encogido, las rodillas contra el pecho. Se asustó al verme allí parada, enterró la cabeza entre los hombros y rompió a llorar. No era un soldado profesional, ni siquiera portaba un arma, sin duda era uno de los tantos reclutados para frenar el ataque del ejército ruso. Se incorporó con mi ayuda y toda la mugre cenicienta congregada en rostro y manos. Me siguió hasta la granja, donde le serví un vaso de agua bebido con desatino. Solo sabía repetir que por error había abatido a uno de los nuestros, y que por eso se deshizo del fusil y luego huyó del campo de batalla de Járkov. Sofocado el sollozo, le ofrecí un trozo de pan y queso, no sin antes dejar correr el agua del fregadero para que lavara sus manos. Y ahí, bajo el chorro, y debajo de la suciedad, empezó a relucir una alianza labrada. Liberé entonces un grito y reculé horrorizada. Era idéntica a la mía.
Anate Rivera
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