Medios y remedios | Por Lourdes Justo Adán
“Lo que no me mata me hace más fuerte”
No, hoy no hablaré de cómo la vida ha ido forjando en mí una fortaleza que no había pedido; un proceso que no siempre afronté en solitario, pero sí consciente de que muchos contemplaban mi vía crucis desde el balcón de la indiferencia. Pues no… En esta ocasión prefiero centrarme en lo que ocurre cuando las personas se unen para ayudarse, que es lo sano y deseable.
Esta cita de Friedrich Nietzsche captura lo que muchos de nosotros hemos experimentado a raíz de los últimos acontecimientos. El sufrimiento de quienes han visto cómo la furia del agua demolía sus vidas es un suceso de una impotencia inimaginable. Sin embargo, dentro de un tiempo, lo que perdurará será la manera cómo los corazones y los esfuerzos se unieron para colaborar, cada uno según sus posibilidades, con el fin de enfrentar la hecatombe.
En los últimos años, he sabido de muchas catástrofes que me han dejado apesadumbrada, como el desastre del Prestige (2002), los atentados de Madrid (2004), el terremoto de Lorca (2011), el accidente del Alvia en Angrois (2013), la pandemia del COVID (2020) y la erupción del volcán de Cumbre Vieja en La Palma (2021), y recientemente, la dana de Valencia (2024), entre otras. En general, pude comprobar que la respuesta solidaria fue masiva: miles de ciudadanos se desplazaron voluntariamente a la zona cero para ofrecer a los afectadosayuda en forma de mano de obra, recursos económicos, alimentos, refugio, donaciones de sangre o rescates, así como asistencia emocional; todo con el fin de minimizar el impacto del desastre en los damnificados.
La solidaridad dejó de ser un acto aislado para convertirse en un comportamiento colectivo, movilizado motu proprio por los mismos ciudadanos. Parece existir una relación causal entre la tragedia y la cohesión social que fortalece los lazos humanitarios y construye formidables redes de apoyo.
No obstante, una minoría no responde de la misma manera ante la adversidad. Siempre hay quienes, aprovechando la anarquía, se dedican al pillaje, evidenciando su alarmante falta de empatía. Estas personas, que pueden ser totalmente normales en apariencia, carecen de la capacidad de compadecerse del otro, comportándose como lo que son: auténticos psicópatas integrados… Tal cual zombis, vaya, deambulando por la vida impulsados por necesidades primarias. Se revela una triste realidad: no todos los seres humanos son iguales, aunque por su aspecto lo parezcan.
Por suerte, la mayoría elige la solidaridad genuina, discreta. El pueblo salva al pueblo, especialmente cuando todo lo demás ha fallado. Al encontrarnos de frente con la desgracia, nuestra gran fortaleza es aunar voluntades para luchar por una causa común. Y justamente en esos momentos comprendemos el verdadero significado de esa palabra. No son promesas, sino actos; tampoco es banderismo político, es una entrega desinteresada. Aunque suene a tópico, cada gesto, por pequeño que sea, cuenta para reconstruir lo que la desdicha derribó. Porque es un compromiso tácito con los demás; es comprender que el bienestar propio está entrelazado con el bienestar colectivo; que cada brazo es el eslabón de una cadena invisible que sostiene a quien se ha caído o eleva al que se quedó abajo… Y es que, cohesionados, superamos las limitaciones individuales, al tiempo que multiplicamos la energía. La fuerza de un pueblo radica en su gente unida, pues incluso cuando ya no te queda nada, al menos podrás encontrar una mano que enjugue tus lágrimas.
Existen acontecimientos ante los cuales las palabras se repliegan de dolor. Solo se revelan cuando el recuerdo es tan abrumador que ya no se puede seguir callando. Lo que voy a compartir a continuación es algo de lo que no suelo hablar por temor a no encontrar las palabras precisas:
Hablando de catástrofes, vino a mi mente el terremoto de Ciudad de México, en septiembre de 1985, cuando yo apenas era una adolescente. A falta de registros rigurosos, fueron entre 10000 y 12000 los fallecidos. Me marcó mucho, aunque no vivía en la zona afectada, pues recuerdo que fue como si la realidad se detuviese. La cobertura mediática fue incansable: la televisión se colmó de impactantes imágenes en vivo. Las cámaras captaban la devastación en tiempo real, manteniéndonos al tanto en todo momento. Así que el terremoto se vivía, no solo en las calles, sino también en cada hogar que sintonizaba las noticias, como, por ejemplo, el mío.
Tras el temblor, se movilizó de forma masiva el cuerpo de bomberos, la Cruz Roja, scouts, mineros, policías, la marina, el ejército, protección civil, equipos internacionales especializados en rescates, servicios de emergencias médicas, voluntarios, expertos… Todos realizando un esfuerzo colosal, moviendo cascotes con sus propios medios, codo a codo, sin descanso. Era una carrera contrarreloj, pues muchas vidas dependían de la presteza de estos héroes anónimos. Escudriñaban entre los restos de los edificios derrumbados, acompañados de sus valerosos aliados de cuatro patas, teniendo muy presente que cada segundo era una eternidad para las personas atrapadas. En medio de esa desesperación, sucedieron cientos de pequeñas anécdotas profundamente conmovedoras, como la de los desconocidos que solo se podían oír y se alentaron mutuamente hasta que fueron rescatados. O como la de los que, frente a un algodón con agua para humedecer sus labios, reaccionaban cediéndolo a quien más lo necesitaba, a sabiendas de que la sed era enemiga de todos. Otras fueron historias gigantes como el rescate de los catorce recién nacidos de sala de neonatología de un hospital que colapsó parcialmente debido al sismo; las incubadoras se convirtieron en su providencial cobijo durante los días que lucharon por sobrevivir sepultados bajo las ruinas. Por fin, el milagro se hizo realidad, llenando de emoción a todo el planeta.
Este horror desnudó, una vez más, lo mejor de la humanidad. Los rescatistas, exhaustos pero tenaces, resistían no solo movidos por un sentido del deber, sino también por el de un altruismo inconmensurable. No los detenía el penetrante olor a cadáver en descomposición, ni las asfixiantes nubes de polvo, la visibilidad reducida, el ruido constante de la maquinaria, ni siquiera al caos… No existía peor desventura que la de no llegar a tiempo.
La memoria de aquel terremoto es para mí como una cicatriz que se abre con cada nueva calamidad. Me enfrenta cara a cara con la vulnerabilidad de la vida; me advierte de que nunca puedo dar nada por sentado: hoy tengo todo, mañana no tengo nada. Y el que crea otra cosa, vive engañado.
Sin embargo, en medio de tanta ruina, surge, una vez más, lo que nos impulsa a seguir adelante: la resiliencia; la que activa nuestra determinación; un poder silencioso y constante que nos alienta en los momentos más difíciles, proporcionándonos el soporte necesario; esa capacidad de levantarnos una y otra vez para reconstruir no solo nuestra vivienda sino también nuestras vidas. No es simplemente resistir, es transformar la amargura en coraje y la adversidad en una oportunidad para mejorar.
Del mismo modo que las marcas del pasado permanecen, también lo hacen las lecciones que adquirimos, como la de mirar hacia el futuro con valentía, sabiendo lo fuertes que podemos llegar a ser y sin que nos afecten las críticas ajenas, ya que sus palabras no pueden definirnos ni detenernos. En fin… que, en momentos memorables, se reconocen las almas memorables, y, de paso, a las almas limitadas por su propia miseria.
Sin duda, la bondad es el pie de rey que mide el verdadero tamaño del ser humano.
…
Lourdes Justo Adán
Especialista en Educación Infantil, en Educación Primaria y en Pedagogía Terapéutica.
Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.
Orientadora Escolar.
Docente.
Escritora.
Columnista.
Coach de víctimas de maltrato psicológico.
Bloguera: https://lourdesjustoadan.blogspot.com/
nubeluz174@gmail.com
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