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La casa de vacaciones | Por Anate Rivera

La casa de vacaciones | Por Anate Rivera

Aún recuerdo el camino terroso, escoltado por la fragancia estridente de los azahares de abril, que llevaba a la casa de los abuelos, tras el chirrido de la verja verde despintada, donde disfrutábamos las vacaciones. Diviso el porche delantero, a la sombra de la parra entre zumbidos de avispas; allí solía dormitar el abuelo las tardes de verano, generoso en grados, cuando soplaba poniente. La hamaca dejaba de crujir y entonces mamá se llevaba el índice a los labios para solicitar mi silencio. Ya está dormido.

La puerta de entrada, siempre de par en par, se abría a un pasillo de anchura desproporcionada, a cuya derecha estaba el salón, amplio y despejado, de mobiliario escaso aunque tosco e imbatible. Me gustaba observar a papá en las tardes de lluvia, al calor de la chimenea crepitando, entretenido con sus pinceles finísimos pintando las figuritas de plomo que iban componiendo un ejército.

A continuación quedaba el baño, blanco  impecable,  muy espacioso. En él pasaba mamá horas arreglándose pasa acudir a las romerías otoñales de los pueblos vecinos, únicas ocasiones sociales allá en  nuestro paraje.

Al fondo del pasillo se ubicaba la cocina, el espacio favorito de la abuela ataviada con  mandil, en el que se secaba las manos a cada momento mientras enjuagaba la verdura recién arrancada del huerto trasero: pencas de apio, lechugas o tomates y las iba disponiendo en distintas ensaladeras.

Los cuatro dormitorios a la izquierda del interminable pasillo, distribuidos por edades: primero el de los abuelos; el siguiente el de papá y mamá; a este seguía el de las gemelas, encerradas entre diarios secretos y malos humores adolescentes. Nunca me permitían compartir el tiempo con ellas, callaban al verme llegar; el último era el mío, desde la ventana, a la que me asomaba subido a un taburete, podía contemplar la alberca de agua casi helada,  y de nuevo el dedo índice de mamá recordándome la prohibición de acercarme a ella a menos que fuera acompañado de mis hermanas.

Habían pasado cuatro años, el abuelo ya no estaba, un infarto repentino se lo llevó. La abuela abandonó el cultivo, la tierra dejó de dar frutos. El ejército de plomo se rindió, detuvo su avance. Alba y Melania  se convirtieron en tristes universitarias, y mamá jamás se volvió a maquillar. La culpa era toda mía, por lanzarme al agua sin saber nadar.       


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