«La esfera invisible» | Por Paola Vañó
¿Qué significa el arte para la condición humana? Acaso va más allá de una dimensión reveladora, que nos permite experimentar, expresarnos, cuestionar, entrar y salir de nosotros mismos con libertad, pero ¿y en grupo? Pienso que la creación y sus experiencias en red, generan un impacto en el tejido. A través de la co-creación en talleres, laboratorios colaborativos o con la realización de acciones/instalaciones en entornos donde el espacio es emancipado, apropiado y resignificado con gestos, como las acciones de Cecilia Vicuña, una de las pioneras del arte conceptual eco-feminista. A través de poemas, textos razonados, esculturas ensambladas creadas con deshechos, performances e instalaciones site-specific art; su obra ha transitado en planos rituales y políticos, desde una indagación de la verdad ancestral, descolonizada, a nivel individual y a nivel grupal. En ese sentido N. Bourriaud nos habló de “La posibilidad de un -arte relacional- un arte que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social». A través de mi experiencia en Villa El Salvador en Lima, Perú, advertí en la experimentación, un medio de apertura, investigación de múltiples posibilidades de creatividad y comunicación cultural y política, al identificar, una poderosa capacidad latente de expresión artística, en una comunidad que resiste a pesar de la complejidad de sus problemáticas. Y es que más allá, en el espacio de encuentro, el arte ofrece una «otra superficie protectora», fugaz, como un velo traslúcido, en que se filtran colores, pigmentos, texturas, que se re-significan al componer, «una esfera invisible”. Un contenedor mágico donde depositar los actos de la creación, a partir de reconvertir, transmutar el desarraigo, la soledad, la fragmentación.
Re-visitando mi bitácora personal, vuelvo a conectarme con el relato primordial del libro: «El museo imaginario» de André Malraux, una obra que trasciende el espacio y el tiempo lineal. En el libro, la importancia del ensayo/error, se imbrica con posibilidades aleatorias de combinación, re-significación. Desde un esbozo intuitivo, como si fuese un experimento donde las imágenes surgen espontáneamente al explorar archivos y objetos, solo con mirarlos, tocarlos, olerlos e iniciar un diálogo silencioso que subyace en la poética de los contenidos y los continentes, en la forma y el fondo.
En otra perspectiva, si nos remitimos a los derechos culturales, un ejercicio de reflexión nos muestra una verdad disociada entre la realidad y los discursos, las definiciones sobre el tejido social más frágil, que se compone por personas, colectividades, grupos y actores socioculturales invisibilizados. Como cuando los Estados se remiten al cumplimiento de los logros marcados como Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) por las Naciones Unidas hasta el 2030, observamos que, en la Agenda, la noción de cultura está implícita, es transparente, como un elemento soterrado en los 17 hitos, en especial en los puntos 4, 10 y11 referidos a: acceso a la educación, disminución de las desigualdades, ciudades sostenibles. En tal sentido, me pregunto, ¿puede el proyecto expositivo de una colectividad, constituirse en un instrumento de desarrollo, fuente de promoción de las identidades por medio de la comunicación de las memorias, de los contenidos, al divulgar saberes, prácticas y producciones? . Y que ello permita mirar atentamente en espacios y contextos, donde las personas también «se exponen”, con la verdad, contundencia de sus relatos y narrativas resilientes. Generando así, nuevos vínculos, nuevas preguntas, nuevos diálogos, nuevas alternativas. Nina Simon en «The participatory museum» nos dice: «Imagínese mirar un objeto no por su significado artístico o histórico, sino por su capacidad para iniciar una conversación». Pero qué ocurre cuando desde el Estado «la conversación» se establece por determinados interlocutores, sin advertir las necesidades de oferta cultural de otros actores en los márgenes, en las «otras orillas». Por ello no deja de ser atrevido y heroico, cuando en un contexto de incertidumbre y de falta de incentivos, artistas solitarios y promotores independientes, emprenden por su cuenta y riesgo, proyectos e iniciativas de intervención cultural desde la autogestión, en territorios de exclusión. Como voces diáfanas que fluyen en el espacio abigarrado de signos, en un «rizoma» de complicidades donde subyacen las memorias de las luchas colectivas. Como una espiral ondulante que se mueve en un soplo a través de un poema metafísico, transbarroco. En Lima, Perú el colectivo artístico, taller Cono Norte, fundado en el año 2000 por los artistas Liliana Ávalos y Miguel Lescano, se erige como un proyecto alternativo, auto-financiado para la producción artística en el extrarradio de la ciudad. Se instala en la calle Valdivieso, en el distrito de San Martín de Porres, desde los extramuros de una metrópoli agitada, caótica, asimétrica. A través de una propuesta de arte y procesos, establece resignificaciones entre objetos y nodos de la urbe migrante, en el modo de mirar, cuestionar, producir, a partir de la disrupción de la realidad en tránsito, desde el grabado y las artes gráficas.
En un sentido paralelo, la incorporación de nuevas estéticas en el arte y la cultura, ofrece otras miradas contemporáneas, que reconocen las conflictividades en el territorio, en la búsqueda de horizontes identitarios que exploran imaginarios alternos. Y donde formas eclécticas interactúan, dialogan con resonancias del capital simbólico. Construyen relatos visuales y los comunican, ensayando indistintas posibilidades, haciendo frente a la exclusividad de grupos, prácticas y materiales dominantes. Espacios, esferas en donde habitan migrantes, desplazados, personas racializadas, diversas, que emergen en las prácticas de producción artística a partir de la de-construcción y experimentación visual, sonora. En un proceso que nos invita a reflexionar sobre la complejidad de las realidades, suscitando posibilidades re-interpretativas de los relatos oficiales. Al explorar las memorias en el recorrido de las ciudades, desde las grietas y escisiones en el cuerpo social y político. En una constante mutación y transformación en el “entre”, en el límite intermedio, que trasciende a la frontera excluyente, que etiqueta y separa al divergente. Así colectivos artísticos autogestionados, como Teatro de la Tierra en Madrid, España, se organizan conforman sus propios itinerarios a cargo de artistas migrantes, en el exilio como Lis Alvarado y Mercy Bustos, que plasman a través de sus obras, una yuxtaposición de colores e imágenes, vivencias originarias del Perú, una tierra de pigmentos, poderosas tonalidades, sonidos vibrantes. De amalgamas, cromatismos, pero también de fracturas y contradicciones. Porque en el acto creador hay levedad y trascendencia, espirales en movimiento donde se desplazan imágenes, palabras, sonidos. La proximidad coexiste en la complejidad de un campo multidimensional, donde todos y todas cabemos. Y donde el acto de crear es una esfera protectora, cercana, luminosa, que cuenta en su interior con unas coordenadas móviles, que te señalan pequeños puntos de luz intermitente rumbo a un epicentro.