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«La catarsis y Enzo», por Juan Expósito

«La catarsis y Enzo», por Juan Expósito

La catarsis y Enzo

Al final, en la cosa esta del Arte (del cine, el teatro, la música y tal) se trata de emocionar o, siendo más pedante, de aquello que decía Aristóteles: la catarsis. Y vale un poco detenerse en esta palabra. Uno de esos términos que se manosean tanto y de manera tan errática que acaban por perder el significado, convirtiéndose en algo melifluo. Y catarsis es, para mí, de las palabras más hermosas que existen. Fue el estagirita Aristóteles (siempre mola decir lo de estagirita) el que escribió sobre un pergamino del siglo IV a.C esta palabra, refiriéndose, más o menos, al poder de las emociones en el teatro para purgar o vomitar las pasiones de los espectadores al verse representadas en el escenario sus mismas tristezas, dolores, mofas, sinsentidos o miedos. Como decía Ettore Scola sobre el hermano menor del teatro: “El cine es un espejo pintado”. Vamos, que el teatro tiene la posibilidad de expurgar viéndonos reflejados en los artistas.

         El arte de contar historias, ya sea a través del cine, del teatro o de la literatura, no pretende contar la verdad a través de la verdad sino contar la verdad a través de la mentira, del cinismo, de la verdad adulterada y, así, adelantar a la propia verdad para que con los ojos sublimes del arte veamos lo que no somos capaces de ver en nuestros días hieráticos y asépticos.

         Uno de los mayores pecados que se pueden cometer en el teatro es esa necesidad de ser literal, de que todo se comprenda y sea coherente bajo el prisma del espectador y no desde la propia visión intrínsicamente artística. Es decir, ese miedo a que el espectador entienda lo que cuento. Como si ese fuese el éxito. Pues no. El éxito de una obra no consiste en que se entienda… sino que emocione, que provoque la catarsis de Aristóteles. Eso pasa, obviamente, por contar bien la historia, lo cual no significa que haya que contar las cosas como si el espectador fuese idiota. El espectador, en teatro, está más dispuesto a sentir que a entender o buscar la coherencia.

         ¡Demos emociones, que de información está el mundo lleno!

         Por eso me emocionan ciertos errores más que las perfecciones. Me irritan las producciones perfectas, los restaurantes caros, las pelis mastodónticas, los teatros llenos de escenografía ostentosa… me irrita cuando nada de eso emociona. Me emocionan las cosas dependientes a su expectativas, inversiones y grandilocuencias.

         Me emociona Sabina cuando dice “Al llegar a la plaza de Mayo me dio por llorar y ponerme a gritar donde estás”, me emociona mi hijo Álvar celebrando un gol entre dos palos en el parque de San Isidro, solo, sin saber que le miro; me emociona que nazca una rosa en el jardín de mi casa cuando hace más de un año me importaba una mierda, me emociona recordar el sabor de un melocotón de mi campo en mi niñez, me emociona Héctor Alterio hablando de Norma Aleandro en El hijo de la novia, me emociona la grieta en un hotel de lujo, el rímel corrido de la artista, el maquillaje deshaciéndose en la mejilla lagrimeada del payaso, el poeta que mira aviones pasar en la feria de su barrio, el cigarro del sepulturero el día después de jubilarse, la última carta de Juan Antonio Canta o ese momento en que Robert de Niro se mira en el espejo en Érase una vez América, de Leone, dándose cuenta del paso del tiempo, con el Yesterday instrumental de fondo.

         Me emociona Duelo a garrotazos, de Goya, la lluvia en el cristal de un taxi en un semáforo en rojo, Walter White con su hija en brazos mientras piensa en cocinar, el Siento que te estoy perdiendo, de Aute, la carta en el fuego que tira Ferrandis delante de Bódalo en Volver a empezar, con ese Pachebel de fondo. Me emocionan los frikis, con sus pasiones incomprendidas en la pared, en la estantería de su habitación o en los cajones de su escritorio. Me emociona la gente que tiene pasiones. Me emociona el que escribe poemas para nada, el que toca la guitarra para nada, el que baila bajo la lluvia para nada, el que grita en un acantilado para nada… Me emociona mi hija cantando en mi coche… me emociona mi hija, así, en general.

         Me emociona Alfredo Landa haciendo de perro, Fernando Fernán Gómez acariciando su caballo en aquella de Neville, Pepe Isbert recordándole a Nino Manfredi “la palometa, José Luis, no te olvides de la palometa”.

         Me emociona la interrogación del principio por guasap, la gente que dice “no lo sé” y la gente que sabe cosas. Me emociona una croqueta, una vieja regando un geranio en su balcón y un niño que mira su helado recién caído a la acera. Me emocionan las parejas que llevan mucho tiempo juntos y se besan en las esquinas, el final de un cuento de Benedetti y el Hallelujah de Cohen. La señora que pide sola una cerveza en un bar, el niño que se pierde en un supermercado y la lluvia sobre las marquesinas un lunes cualquiera al anochecer.

         Pero si tuviera que elegir cuál es el ejemplo de la emoción está en un fotograma de una película de 1948. Es el final de la película de Vittorio de Sica Ladrón de bicicletas. Neorrealismo de enciclopedia. Con ese actor, que no era actor, llamado Lamberto Maggioriani trabajando de poner carteles de cine en las paredes de una deprimente Milán. Y resulta que necesita la bicicleta para trabajar y tiene que empeñar unas sábanas para poder conseguir la herramienta de trabajo. Pero, ups, al poco tiempo se la roban (así es el neorrealismo de crudo). Y ahí está ese Lamberto Maggioriani, con su hijo Enzo Staiola, buscando la bici por toda la ciudad, sin un duro porque el único que tenían se lo gasta el padre en un queso fundido para su hijo y en un vino para él (en una escena memorable, por cierto). Por fin el padre toma una decisión, porque hay que tomar decisiones, mire usté, y no se le ocurre otra cosa que, mientras se juega un partido de fútbol, robar otra bicicleta. El ojo por ojo, ya sabéis, la ley del Talión a saco.

         Y ahí están nuestros dos protas, padre e hijo, sentados en una acera. El padre piensa en cómo robar la bicicleta, supongo que calcula tiempos, espacios y cuestas para huir. Es un montaje absolutamente maravilloso. El otro día me preguntaba mi amigo Ángel (en la fábrica de Patanel, aquí en Carabanchel) que no sabía muy bien qué era eso del montaje en cine. Pues es eso, mirad esta escena de “Ladrón de bicicletas” y comprobad cómo la semántica del montaje cuenta la historia en una consecución de planos que consiguen una gramática emocional provocando la catarsis sin necesidad de palabras, músicas ni fuegos artificiales… De escuela, oye. En fin, que me desvío, que me nombran la cerveza Patanel y me pierdo… A lo que iba…

         Al final, el padre se levanta de la acera, le dice a su zagal que no se mueva por nada del mundo y se dirige, dejando a su hijo preocupado, a robar esa otra bicicleta. Torpemente y sin seguridad lo hace. Al poco salen unos tipos a perseguirle y, claro (es Neorrealismo) lo agarran. Lo bajan de la bici a hostias. Le riñen. El padre se siente avergonzado como si le rajaran la moral en dos. Agacha la mirada y, de pronto, ve como su pequeño hijo (7 añitos y una cara de ángel que te desgarra el alma) se mete entre las piernas de los hombres que forman un corrillo y pegan a su papá. Y se clavan entre sí los ojos lacerantes de padre e hijo. Y al padre, que no sería actor, pero mira como si fuera el mismo Day-Lewis, le nace una mirada de tristeza que se ancla en el corazón. Entonces los tipos perdonan al padre no sin antes abroncarle y humillarle.

         Y se van padre e hijo, entre la muchedumbre de la gente que sale del estadio del partido. Obviemos la voz en off que pone la censura franquista y que hace cuenta de ello Aute en aquella famosa canción de Cine, Cine… El caso es que antes de poner FINE el niño mira al padre…el padre le mantiene solo fugazmente la mirada pues no puede mirar a los ojos debido a la vergüenza que padece y, de alguna manera, el niño, Enzo Staiola, siente que su padre está mal, que es él el que tiene que ayudar y apoyar. Entonces, el niño Enzo, sigue mirando y le agarra la mano como diciendo “Papá, sé que todo esto es por mí… estoy orgulloso de ti…”. Y Vittorio decide acabar ahí, en ese instante, poniendo un FINE en mitad de la pantalla; lo cual es mentira porque esa película nunca tiene FIN.

         Y ese es el mejor ejemplo de catarsis, para mí. La mano de Enzo agarrando a su padre, orgulloso de él, a pesar de haber robado una bicicleta. Porque su padre no es un ladrón para el pequeño Enzo. Solo un héroe que por un mal paso de bicicleta se convirtió en antihéroe. Un hombre víctima de las circunstancias y la miseria. Un hombre humillado que ama a su hijo, y él lo sabe y por eso agarra la mano de su padre y le mira en el mayor acto de consuelo que puede recibir un padre y que no es otro que la comprensión e indulgencia de su propio hijo.

         Y cada vez que escucho a alguien hablar con frivolidad de la palabra catarsis pienso que a mí también me gustaría agarrar la mano de Lamberto Maggioriani. 


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