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«Feliú escritor de altura», por Juan Carlos Feliú Velázquez.

«Feliú escritor de altura», por Juan Carlos Feliú Velázquez.

Yo, por aquél entonces, solo servía para quitar papel mohoso de la época del caudillo, y rascar suelos y rodapié de rodillas con la espátula, y ni siquiera eso lo hacía bien. ¡Qué duro era trabajar con mi padre! Todos los veranos, durante las vacaciones escolares, mi padre me obligaba a ayudarle, y era de largo, una de las peores experiencias que recuerdo. Afirmar que era exigente es quedarse muy corto. — ¡Inútil! ¡Más vale haser las cosas que mandarlas haser! ¡Ni saben, ni quieren aprender! ¡No tienen empeño! Con semejante retórica solo podías hacer una cosa cuando cometías un error, taparlo. Si apuñalaba la pared con la espátula al rascar el rodapié de terrazo, con los resíduos y un escupitajo, amasabas un engrudo para tapar el agujero que solo duraba hasta que le pasaba por encima el rodillo empapado en pintura plástica. El apaño solo había retardado lo inevitable: — ¡Me cago en Dios, en la Virgen, y en todos los santos del cielo!  Y otra vez a empezar con la cantinela de siempre: — ¡Es que no vales para nada, inútil! Y etc…

Mi familia, por ambas partes, eran, por encima de todo, mentirosos profesionales, fantasiosos, contadores de historias, en su mayoría cuentos. Quién iba a imaginar por aquél entonces que todas aquellas historias iban a ser gran parte del material que emplearía, en ocasiones sutilmente, y otras no tanto, en muchas de mis obras más personales. Sin saberlo, en mi mente, con mi padre, en aquel tiempo, se estaba gestando ‘El refranero’ de Toni Zarco, la novela que me haría sentir y creer, que era escritor de verdad. ¿Quién iba a imaginar que me daría por la escritura? Nadie. Ni siquiera yo mismo. Pero me dio, y me dio muy fuerte. Por otro lado, era la evolución natural y la decisión más inteligente y lógica. Nací fantasioso, contador de historias, y me hice mentiroso por transferencia. Así que, ser escritor, con mis genes, era pura vocación.

Más que una ilusión la escritura para mí fue, una necesidad, necesidad en mayúsculas, fue terapéutico en más de un sentido.

Crecí en un entorno enfermo con unos padres desequilibrados y, como cabría esperar, me educaron en el seno de una realidad enfermiza que me tuteló. Fui un enfermo con numerosos trastornos durante gran parte de mi vida, y lo fui sin ser consciente de ello. Aprendí a ser esquizofrénico sin serlo realmente. Aprendí a comportarme como un loco sin estarlo del todo. Todo mi entorno, salvo excepciones contadas con los dedos de los pies, mostraba síntomas de diferentes patologías, pero estaban disfrazadas de manías y supersticiones, costumbres propias del españolito común habitual de la selva urbana de las barriadas más emblemáticas de Alicante, como mi barrio: Las Mil Viviendas. Escribir fue un desahogo, fue mi tratamiento, mi psicólogo y mi vacuna, lo fue todo. Estaba tan convencido de mi potencial que creía que con mi primer libro: ‘El mensajero de la otra realidad’, tendría más éxito que la Biblia, pero eran auténticos jeroglíficos egipcios, pero sin la Piedra Roseta como referente para traducirlos. Era ilegible, infumable, pero yo lo llevaba de acá para allá en un tocho de setecientas páginas sueltas mecanografiadas burdamente con la vieja Olivetti de mi padre que casi nunca usaba. Buscaba como loco a todo aquél que quisiera leerlas pues, ¿para qué escribe un escritor sino para ser leído?

Toda la ponzoña que me educó pesaba demasiado, con ella en mi interior sufría, y mucho.  Necesitaba desprenderme de toda esa carga con urgencia, necesitaba depositar todo aquel veneno que corría por mi mente en un lugar seguro donde no hiciera daño a nadie, pero con alguna utilidad. Toda mi vida, todas aquellas experiencias, todas las desgracias que había visto o vivido, tendrían que servir para algo bueno, si no, ¿de qué había servido todo aquel sufrimiento? Para evitar que ese veneno me hiciera enfermar, o dañara a alguien más, decidí trasformar toda esa oscuridad en arte, y lo hice a través de la literatura.

Si sientes curiosidad quizá te preguntes cuántos libros poseen dosis de mi vida. Todos. Pero de diferente forma y estilo. La escritura fue mi válvula de escape, mi forma de expurgarme, y no podía ni sabía controlarme.

He hecho de todo y probado de todo, para dar a conocer mis novelas. Desde editoriales tradicionales de dudosa legalidad, hasta la autopublicación, decidiéndome por esta última gracias a Amazon. Me he presentado a concursos literarios de todo tipo. Supongo que mis limitaciones ortográficas y gramaticales, a pesar de todo lo que he mejorado durante años, tienen mucho que ver con el escaso (nulo) interés que han mostrado las editoriales a las que les hice llegar mis manuscritos, así como mi fracaso en los citados concursos literarios. Pero como he mencionado antes, no puedo, ni quiero, controlarme, y con Los Reseteadores ya van 27.

Cuando una editorial comete errores los llaman erratas. Cuando alguien como yo los comete, son sencillamente fallos, fallos imperdonables e injustificables.

El hándicap con el que he tenido que convivir durante toda mi carreta como escritor ha sido la falta de formación, a pesar de los dos potentes correctores ortográficos, gramaticales, y de estilo, que he instalado en mi ordenador. No puedo esconder de dónde vengo, ni como he llegado hasta aquí. No tengo estudios, carezco de técnica. Obtuve el Graduado Escolar, porque prácticamente te lo daban por asistir a la escuela hasta octavo curso, y lo logré suspendiendo quinto de E.G.B, y con una nota media final de cinco. He salido de un barrio marginal conocido como Las Mil Viviendas, y soy, a todas todas, autodidacta en todos los sentidos, pero, ese defecto, ese lastre, podía convertirlo en una ventaja distintiva si lo usaba acertadamente. Lo importante no es que hablen mal de ti, sino que hablen. El escritor autodidacta de Las Mil Viviendas con faltas de ortografía podía convertirse en La vaca púrpura.

¿Cómo venderías una vaca común en un prado repleto de ellas? ¿Cómo la diferenciarías de todas las demás?  Fácil. Pintándola de púrpura como la vaca del chocolate Milka, una marca perfectamente reconocible.

En el mundo hay millones de escritores con mucho talento y técnica que no vende ni la mitad de lo que he vendido yo, aun cometiendo errores. Todos esos escritores fueron engullidos por una marabunta de desconocidos que no tienen los recursos ni las influencias para darse a conocer, son una aguja en un pajar inmenso. La publicidad, siendo necesaria, no lo es todo. Vivimos en un mundo saturado de publicidad. Nuestra mente no es capaz de procesar tal aluvión de datos, por ello, los desecha en su mayoría. Solo retiene aquello que llama su atención, que es necesario, vital, o afín a los intereses del observador, o, sencillamente, que llama la atención y se sale de la norma, como la vaca púrpura. Ser original, ofrecer algo distinto a lo cotidiano, puede marcar la diferencia. El escritor autodidacta de un barrio marginal alicantino ya es en sí una distinción original y poco convencional, ya destaca de entre todos los millones de escritores que, como yo, buscan su oportunidad. Una vez te hayan identificado, el siguiente paso será curiosear tu producto, y es entonces, y solo entonces, si te dan la oportunidad, cuando tu obra se la juega de verdad. Y si hay talento a pesar de tus limitaciones, el talento triunfará sobre la adversidad, aunque, por el camino, los que nacieron sin ese talento, pero que saben reconocerlo de entre todo lo demás, se apropien de él impunemente.  

Soy un contador de historias, fantasioso y mentiroso por transferencia. Soy único, soy… La rara avis, y si he despertado tu curiosidad, solo tienes que seguir leyendo…


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