«Etiquetas» | Por Laura García-Martín
Vivimos en la sociedad de las etiquetas, nos hemos instalado una Dymo mental para marcarlo y clasificarlo todo: el tiempo, las situaciones, las emociones, las personas… Les colocamos la identificación y las guardamos en la cajita correspondiente con el resto de las que tienen las mismas características, así ordenamos el mundo y lo convertimos en un lugar predecible y seguro. No sería una mala idea de no ser porque es mentira. La vida, los sentimientos y los individuos son siempre singulares, provistos de rasgos y matices que los hacen únicos y especiales y no se pueden homogeneizar y simplificar bajo un nombre común. Es cierto que para pensar en algo y traer su recuerdo a nuestra mente necesitamos denominarlo de alguna manera, sin embargo, nombrar no es estigmatizar o, al menos, no debería serlo.
Así, los niños que presentan un trastorno del desarrollo determinado, compartirán algunos rasgos que serán infinitamente menores que los que no comparten, el amor se definirá de tantas formas distintas como amantes y amados haya, las películas o novelas agrupadas bajo la etiqueta de un género serán tan dispares que se podrían crear miles de subcategorías. No faltará quien diga que clasificar nos ayuda y es necesario, quizás sea cierto, aunque no lo es menos que también limita y oprime. Cuando digo que esa persona que presenta un trastorno del espectro autista «está en su mundo» también estoy diciendo que no está en el mismo que yo, no compartimos realidad y de esa manera es difícil que nos encontremos frente a frente, de igual a igual o, mejor, de diferente a diferente, como somos todos. Y así con todo lo que queremos simplificar bajo un nombre determinado.
Quizás nuestra sociedad no necesita tanto orden, sino más respeto y empatía. O quizás me equivoco y solo estoy juzgando mi entorno a través de las etiquetas con que lo he marcado.
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