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‘El grito’, una inefable obra de arte | Por Patrizia Gaell

‘El grito’, una inefable obra de arte | Por Patrizia Gaell

Trazos ondeantes que perfilan figura y espacio, colores abrasadores y sombríos, cielos infernales, nubes llameantes, siluetas oscuras que se alejan en la infinidad de un paseo, espectros danzantes de una naturaleza indefinida envuelven la enjuta figura de un homúnculo de rostro fantasmal que, con las manos presionadas contra el cráneo, grita a un espectador —tan fascinado como horrorizado—  los sentimientos más arraigados en la profundidad de su alma.   

Esta podría ser, a grandes rasgos, una descripción de lo que se puede ver en la obra El grito, de Edvard Munch. Versionada originalmente en cuatro pinturas —dos al óleo y dos en pastel— y una litografía, El grito forma parte de una compilación llamada El friso de la vida, la cual su autor describió como «poesía sobre la vida, el amor y la muerte» y que, según algunas voces, dio comienzo, a finales del siglo XIX y principios del XX, al movimiento del expresionismo.

La primera versión, pintada sobre cartón con témpera y lápices de colores, data de 1893. Esta versión daría paso, meses después, a la versión en óleo, témpera y pastel, identificada hoy por hoy como la principal y más conocida de las cuatro existentes y perfecto ejemplo de cómo Munch hizo de la naturaleza externa un espejo de su experiencia interior.

Se dice que El grito está inspirada en un episodio de angustia sufrida por el pintor durante un paseo nocturno en compañía de dos amigos cerca de Kristiania —hoy Oslo— y cuya transcripción figura fechada el 22 de enero de 1892 en su diario personal: «Estaba caminando por la calle con dos amigos, luego se puso el sol, de repente el cielo se volvió rojo sangre, y me sentí abrumado por la melancolía. Me detuve y me apoyé contra la barandilla, muerto de cansancio: nubes como sangre y lenguas de fuego colgaban sobre el fiordo azul-negro y la ciudad. Mis amigos continuaron caminando, y yo me quedé solo, temblando de miedo. Sentí un gran grito interminable que impregnó la naturaleza».

Cabe destacar en este punto la incansable lucha de Munch, desde edad temprana, por superar traumas y pérdidas, como una educación estricta basada en la religiosidad, la pérdida de su madre y su hermana mayor —víctimas de la tuberculosis— o la enfermedad mental de su hermana pequeña —ingresada como paciente maniacodepresiva en el manicomio de Erberg—. De hecho, el pintor escribiría al respecto: «Heredé dos de los enemigos más terribles de la humanidad: la tuberculosis y la locura». Factores todos ellos que influirían en su vida y en su obra, volviéndose él mismo rehén de la ansiedad y la depresión.

Muchos han sido y siguen siendo los analistas de esta cautivadora, latente e impactante obra, escrutando hasta el más mínimo detalle su composición, color y forma y creando hipótesis, conjeturas o especulaciones personificadas que tratan de atestiguar la intencionalidad de Munch al pintarla.

«Signum de una época», «obra de arte abierta», «representación de la ansiedad universal humana» o «poder deformante del miedo» son algunas de las citas que expertos en la materia han utilizado a lo largo del tiempo para describir la imagen de esta icónica obra de arte. Hay quien dice de ella que es «un grito de horror ante la naturaleza, que se sonroja de ira y se prepara para hablar a través de tormentas y truenos a los pequeños seres tontos que se imaginan a sí mismos como dioses sin parecerse a ellos». Otros afirman que en esta pintura Munch buscaba representar gráficamente los fenómenos mentales con su paleta de color. Incluso hay quien, basándose en un apunte del autor que reza «No pinto lo que veo, sino lo que vi»,cree que sus paisajes son vistos en el alma como imágenes, quizás, de una anamnesis platónica.

El arte siempre ha sido una fuente de consuelo para aquellos que, sin poder hacerlo de otro modo, lo utilizan para expresar la complejidad de una vida indescriptible. Innumerables ejemplos existen a lo largo de la historia de las artes en los que una pintura creada por un «pintor de almas» destaca sobre todas las demás en este aspecto. El grito. Pese a haber sido explicada e interpretada de innumerables maneras, conecta con el espectador de forma personal; es un grito de alma a alma cuyo significado cambia, se transforma, se adapta en función de la emocionalidad de quien lo ve y lo escucha con el corazón abierto. Y esta lectura individual es, en definitiva, su mejor interpretación.


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