MEGA EVENTOS DEPORTIVOS | Por Francisco José Chaparro Díaz.
Hay veranos como el de este año, en los que coinciden en el calendario varios eventos deportivos, cuya dimensión va mucho más allá de la mera y siempre saludable práctica deportiva en formato competición. En veranos como este, se suman a los anuales Tour de Francia, Wimbledon, Fórmula Uno, etc., la Eurocopa y la Copa América de Fútbol; y por encima de todos, los Juegos Olímpicos.
La sociedad occidental en la que vivimos tiene el deporte íntimamente ligado a nuestro modelo de vida, bien sea como medio saludable que forma parte de nuestras rutinas diarias, bien sea como entretenimiento personal tanto de diario como de fin de semana, bien sea como instrumento para apostar, llegando a crear un entramado económico gigantesco, o bien sea como mero camino para socializar participando directa o indirectamente en alguna actividad deportiva.
En definitiva, el deporte a través de sus distintas vertientes se ha convertido en una herramienta de salud, un modelo social y, cómo no, un negocio.
Independientemente de si uno participa de él practicando cualquiera de ellos, asistiendo como espectador, leyendo sus noticias, apostando por algún evento o reuniéndose con los amigos para ver un partido, lo cierto es que el deporte se ha incorporado a nuestras vidas como parte indisoluble de la misma.
Por ello, cuando llega un verano como el presente, a las emociones que suman los grandes eventos internacionales que se celebran cada año, debemos añadir lo que suponen eventos cuatrienales como la Eurocopa o los Juegos Olímpicos.
Una Eurocopa o un Mundial de fútbol, en el que la selección nacional vaya bien, tiene más capacidad de concentración que ninguna otra cosa conocida. Cuando nuestro equipo avanza ronda a ronda en la competición y a medida que se vislumbran grandes cosas, las audiencias televisivas alcanzan cuotas de pantalla que baten récords, lo que significa, a nivel de realidad, que los amigos, las familias y los que están solos se aúnan en torno a un singular evento deportivo, que hace aflorar unas emociones y un sentimiento de unión digno de estudio.
En un país como el nuestro, polarizado políticamente en dos grandes bloques ideológicos, con presencia en el Parlamento de partidos políticos nacionalistas e independentistas, el fútbol de la selección española, con integrantes de esos territorios y de otros muchos, aúna y saca a relucir un sentimiento patriótico de unidad y españolismo, que hace ver que el sentimiento de pertenencia a esta nación es mucho más profundo que lo que la degradada clase política actual se empeña en demostrarnos. Y al margen de este sentimiento colectivo, están las emociones personales. Durante esas dos horas de partido, los problemas, la rabia, los amores, los sueños, todo queda aparcado hasta que el árbitro pita el final del partido.
Este poderoso instrumento social y económico que es el megaevento deportivo tiene su culminación en ese invento que rescataron de la antigüedad clásica en el año 1896, llamados Juegos Olímpicos de la Era Moderna.
Los mismos evolucionaron desde su primera versión, como un claro canto a la participación deportiva, al monstruo en el que se ha convertido hoy día, que aúna todo lo dicho anteriormente sobre las emociones colectivas e individuales, con el interés económico a su máxima escala e incluso con los intereses geopolíticos no ya solo de los países organizadores, sino incluso de bloques de naciones.
Organizar unos Juegos Olímpicos supone para el país que lo hace una inversión millonaria en infraestructuras para las distintas sedes de los variados deportes de los que consta el evento. Es una manera de obtener inversiones internacionales, de atraer fondos de origen público y privado y, en algunas ocasiones, hasta de blanquear regímenes políticos no bien vistos, desigualdades sociales, discriminaciones por razones de sexo o raza, etc. Todo se tapa en aras de obtener una buena imagen internacional y todo el mundo, salvo puntuales minorías, hace la vista gorda mientras dura el evento, a estos aspectos enumerados y que nadie toleraría en otras circunstancias.
Hoy día, el Comité Olímpico Internacional (COI) gestiona con sumo cuidado, a la vez que soporta una infinita presión, su decisión sobre a quién otorga la organización de los Juegos. En base a criterios de capacidad organizativa, sostenibilidad, rentabilidad y respeto a los derechos de minorías, se decidió que París organizara los de 2024, rememorando los que ya organizó en 1900 y 1924. Con una inversión millonaria, la ciudad desarrollará por completo zonas de su extrarradio que antes de los Juegos eran guetos de pobreza, planificando el evento deportivo con vistas a que una vez que se arríe la bandera de aros de colores, queden infraestructuras de vanguardia a nivel de comunicaciones, de sostenibilidad ecológica y que ofrezcan un reporte económico a medio y largo plazo que multiplique por mucho la inversión inicial.
Este modelo, que ya se avanzó en los Juegos Olímpicos de Barcelona, considerados los más exitosos hasta su celebración y que supusieron una revolución conceptual respecto de lo que eran y para qué servían los Juegos Olímpicos, tiene su contraste en otros como los disputados en Atlanta o Atenas, que supusieron un endeudamiento sin retorno para los países organizadores. No obstante, desde Barcelona 92, el modelo de gestión y negocio de los Juegos puso en funcionamiento a todos los agentes económicos y políticos ante la evidencia de que una adecuada gestión de este megaevento deportivo acarrearía una imagen internacional que redundaría por muchos años de manera positiva en la ciudad y país organizador.
Como he dicho antes, el COI sufre una presión inaudita a la hora de su toma de decisiones y de ello la enorme dificultad que supone obtener la concesión de la organización de unos Juegos Olímpicos, hasta el punto de que hoy día es impensable que ciudades como Montreal, Atenas y otras similares puedan obtener los mismos ante la competencia de otras megaurbes como Londres, París, Río, Los Ángeles, etc. Como ejemplo y anécdota, la dificultad que ha encontrado Madrid para lograrlos; así, en su última apuesta en la que realmente tuvo opciones, llegó a la terna final, presentando una candidatura en la que se implicaron todas las autoridades del Estado, el Rey, las grandes figuras internacionales de la cultura y el deporte de nuestro país y una sociedad sin fisuras en torno al proyecto olímpico. Esta candidatura debió pelear con la de Chicago, abanderada por el recién elegido presidente norteamericano Barack Obama, por entonces en la cumbre de su popularidad, y contra Río de Janeiro del populista líder Lula. Finalmente fue este último, con las peores inversiones y peor proyecto, quien se llevó la elección y en ello tuvieron mucho que ver las influencias que sobre los miembros del COI (que son personas en definitiva) se hicieron recaer.
Sea de una forma o sea de otra, en sus manifestaciones más simples o en las más complejas, lo cierto es que el deporte se ha enraizado en nuestra sociedad y modo de vida como algo inseparable, que además genera negocio, que sirve para entretener y hasta para manipular, y que en definitiva tiene en estos grandes megaeventos internacionales su máxima expresión afectando a deportistas, espectadores, aficionados y sencillos ciudadanos de a pie que, quieran o no, recibirán su impacto de una forma u otra.
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