¿Tiene sentido seguir hablando de subtexto en una época en la que todo se verbaliza, se etiqueta y se explica? En un contexto donde se valora la transparencia, la visibilidad y la representación de lo que antes se ocultaba, el subtexto podría parecer un residuo narrativo de tiempos en los que lo explícito estaba reservado para una normatividad muy concreta. Ahora bien, ¿qué es el subtexto de una obra? El subtexto es esa corriente, subterránea pero real, que atraviesa una obra sin ser mencionada de forma directa. Es el significado oculto que subyace al mensaje explícito de cualquier obra artística. No es sólo un recurso estilístico: es una forma de narrar la complejidad humana sin reducirla a una declaración literal. Por lo tanto, el subtexto no es únicamente una herramienta narrativa poderosísima, sino, sobre todo, una herramienta emocional. La censura, la moral, la religión e incluso las leyes vigentes en el pasado (como ocurría con el Código Hays en Estados Unidos) restringían lo que podía y no podía ser representado, condenando algunas realidades a permanecer ocultas, aunque no silenciadas del todo, gracias a la existencia del subtexto y a la valentía que profesaron algunos creadores. Aunque hoy lo explícito domine el relato, esto no siempre ha sido así. El subtexto, en muchas ocasiones es más poderoso que lo explícito y, de hecho, en muchas obras artísticas ha sido lo implícito lo que las ha convertido en referentes. No en vano, fue una forma de decir la verdad sin romper las normas de un mundo que no quería escucharla, una especie de contrato silencioso de complicidad entre el creador y el público. Durante mucho tiempo, el subtexto ha sido la representación contenida de la disidencia y, por lo tanto, su valor sigue siendo incalculable.
Durante mucho tiempo, el subtexto ha sido el único lugar seguro donde podían sobrevivir muchas historias. Así, el subtexto se convirtió en un lenguaje paralelo, donde la verdad sólo se revelaba a los ojos adecuados: sólo aquel que entendía la realidad representada, por cercanía o por haberla vivido personalmente, captaba el mensaje o, al menos, esa era la intención. Bien es sabido que, en muchas ocasiones, el hecho de comprender algo o captar cierto mensaje automáticamente te coloca en una posición muy concreta. Se revelan las asociaciones de tu cerebro, en qué piensas cuando ves ciertos indicios, hacia dónde van tus ideas cuando nadie las dirige directamente. El subtexto se beneficia de que muchos prefieren fingir que no comprenden porque, si admitieran que sí, automáticamente tendrían que darle un espacio, en sus cabezas y en sus realidades, a aquello que prefieren ignorar porque se sienten amenazados por ello. A eso juega el subtexto: se apropia de la invisibilización a la que han sometido ciertas realidades para usarla a su favor. Lo que no se nombra no existe, ¿no? Esa es la regla que impera en la sociedad, incluso hoy en día. Pues eso es exactamente lo que hace el subtexto, pero a la inversa: lo que no se nombra también existe, pero como no se verbaliza, no puede ser atacado ni destruido.
ATENCIÓN, A PARTIR DE AQUÍ HAY SPOILERS DE MUJERCITAS (1868), TOMATES VERDES FRITOS (1987) Y REBELDE SIN CAUSA (1955)
Uno de mis ejemplos favoritos de subtexto lo encontramos en una obra del siglo XIX escrita por una mujer: Mujercitas (1868), de Louisa May Alcott. En la actualidad, la obra se considera un referente feminista, teniendo en cuenta el contexto histórico de la época. Publicada en plena era victoriana, cuando las expectativas sociales para las mujeres eran muy restrictivas, Alcott desafió muchas de las normas impuestas para las mujeres (aunque no todas las que ella hubiera querido, como veremos a continuación). La protagonista, Jo March, muestra una fuerte rebeldía contra lo que se espera de ella por ser mujer. Jo aborrece el matrimonio como obligación femenina y la fragilidad impuesta a su sexo e incluso expresa que desearía haber nacido hombre. Es relevante que, aunque en la novela Jo termina casándose, ese final para Jo no fue algo escogido por su autora, sino que fue fruto de la presión a la que la autora fue sometida para poder publicar su obra. Alcott nunca se casó y, de hecho, llegó a afirmar en una entrevista con la escritora Louise Chandler Moulton en 1883 que ella creía ser un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer porque, según sus palabras, se había enamorado de muchas chicas, pero de ni un solo hombre. Creo que esta declaración, que no es un buen ejemplo del tema tratado en este artículo por lo explícita que es, clarifica todavía más lo que el subtexto ya nos presentaba de forma bastante evidente. Jo March no es solamente la protagonista de su historia, sino que parece una encarnación de la propia Alcott en muchos aspectos: su rechazo al matrimonio (cosa que se ve reflejada en su relación con Laurie, por ejemplo), su inconformismo con el rol femenino, su pasión por la escritura, su sexualidad ambigua hasta que se casa (no por deseo de la autora, precisamente), su retrato como figura incomprendida… Jo es un personaje muy complejo y con un subtexto lleno de matices, como su corte de pelo, que aunque parece algo trivial, es imposible no darle una lectura como símbolo de esa ruptura con lo femenino. El rechazo de Jo a Laurie ha sido interpretado por generaciones como una voluntad de dar prioridad a su independencia… y quizás a algo más. Jo March no es sólo un personaje: es una herida abierta contra los moldes de su época. No fue escrita para encajar, sino para resistir. En un mundo que sólo entendía la esposa perfecta como modelo femenino, Jo se convirtió en un retrato vívido de otra posibilidad, a pesar de su final forzado. Como curiosidad, es interesante observar que en secuelas que tuvo la historia, Alcott sí pudo darles a personajes femeninos ese final donde la realización personal en soltería le gana la batalla al matrimonio. En muchos aspectos, Mujercitas fue una revolución disfrazada de costumbrismo.
Otro buen ejemplo de subtexto es Tomates verdes fritos (1987), novela escrita por Fannie Flagg y adaptada al cine en 1991. Flagg, siendo ella misma homosexual, plasmó en su obra literaria una historia de amor entre mujeres en el sur de Estados Unidos en los años 30. Sin embargo, su adaptación cinematográfica, dirigida por Jon Avnet en 1991, atenuó significativamente este aspecto de la historia debido a temores comerciales y morales de la época. A inicios de los 90, Hollywood seguía siendo reacio a mostrar abiertamente el lesbianismo en pantalla, especialmente en papeles protagonistas. Esto también puede verse reflejado en otras obras, por ejemplo, en Carol, basada en la novela homónima de 1952 y que no fue adaptada al cine hasta 2015. Durante más de 60 años, nadie en Hollywood se atrevió a darle cabida en la gran pantalla, a pesar de que Highsmith es una de las autoras del siglo XX más influyentes de Estados Unidos y cuyas novelas se han adaptado al cine en varias ocasiones en el siglo pasado, como Extraños en un tren (1950) o El talento de Mr. Ripley (1955). Sin embargo, de esta obra hablaremos en otro momento. Regresando a Tomates verdes fritos, Universal Pictures no se atrevió a plasmar el romance entre Idgie y Ruth tal como aparecía en la novela, temiendo ahuyentar al público. En ese mismo año, 1991, un beso lésbico en la serie La ley de Los Ángeles desató la polémica en televisión, demostrando que la decisión de Universal Pictures, cobarde o no, tenía una motivación real. Hollywood demostró que, aunque el Código Hays (que prohibía legalmente la representación de la homosexualidad, entre otras temáticas, en el cine entre 1930 y 1968) ya no estaba vigente, seguía existiendo autocensura por miedo a las repercusiones sociales y, sobre todo, económicas (para la productora), que podía provocar el hecho de representar ciertas realidades. En la película, se nos presenta a Idgie y a Ruth como una amistad íntima que a veces roza lo platónico o romántico, pero nunca de forma explícita. El tabú el torno al amor lésbico en el Hollywood comercial de entonces obligó a cifrar en subtexto lo que la novela contaba con naturalidad. En este caso, el subtexto es un caso de resistencia afectiva. Podrían haber eliminado por completo este aspecto de la historia, presentándolo como una amistad sin matices, pero hay escenas que ponen sobre la mesa una profundidad emocional entre las protagonistas que es imposible de ignorar. La secuencia en la que Idgie cubre a Ruth de miel obtenida de un panal de abejas, empapándola con delicadeza. Esta escena alude a la sensualidad y la confianza entre ellas; de hecho, en la novela es un momento claramente romántico. Otra escena clave es cuando se embadurnan mutuamente de harina y sirope, con una complicidad que, si fueran hombre y mujer, nadie pondría en duda que hay atracción mutua. Otro momento que no se puede pasar por alto es la escena del lago. El disgusto, contenido pero visible, en el rostro de Idgie cuando Ruth dice que «se casará con el hombre con el que debe casarse», sumado al beso fortuito en la mejilla de Ruth a Idgie y la forma en que ésta lo recibe, dice mucho sin decir nada. Otro hecho que difícilmente se explica desde la amistad es cuando Ruth invita a la boda a Idgie, pero ella no responde. En su lugar, Idgie conduce toda la noche sólo para llegar a donde está Ruth y observarla recién casada desde lejos, a escondidas, como una joven enamorada a la que han roto el corazón. Sumado a todo esto, el personaje de Idgie tiene varios paralelismos con Jo March: se la representa como una mujer rebelde que desafía los roles de género, con una estética y actitud asociada a la masculinidad. Creo que la mejor manera de resumir el subtexto de Tomates verdes fritos es que, durante toda la película, Idgie y Ruth nunca dicen que se aman, pero todo lo que hacen es amor.
Otro caso donde el subtexto está muy presente es el filme Rebelde sin causa (1955), protagonizado por el icónico James Dean. Con el Código Hays todavía en vigor, este caso es especialmente relevante. En este filme aparece el que muchos consideran el primer personaje adolescente gay del cine comercial. La película representa un drama sobre la juventud desorientada en la década de los 50 en Estados Unidos. Realiza un retrato de cada adolescente y su situación familiar y personal, al final dando a entender que no existen los rebeldes sin causa, sino que siempre hay un porqué y que, a menudo, es más profundo de lo que se cree. En la época, con el Código Hays en vigor, representar abiertamente la homosexualidad era impensable, pero la película logra mostrar un subtexto bastante claro para el que sepa leer entre líneas. Se trata de John “Plato” Crawford, quien entabla una amistad fervorosa con Jim, interpretado por James Dean. Plato es un adolescente vulnerable que ve a Jim como a un héroe, con una admiración tan profunda que roza lo platónico o romántico. El subtexto homoerótico era incluso conocido por los actores, ya que se sabe que el propio James Dean le dijo al director que le pidiera a Sal Mineo (quien interpreta a Plato y que más adelante se identificó como homosexual) que le mirara de la misma forma que lo hacía la protagonista femenina, explícitamente interesada en Jim, para reflejar mejor este hecho. De hecho, hay quienes afirman que se llegó a rodar una escena de un beso entre Plato y Jim, que claramente, de haber existido, sería eliminada por razones evidentes. La película retrata a Plato como un joven entrañable y trágico, que anhela protección y amor en un mundo que le ha dado la espalda. La homosexualidad en este sentido es uno de los motivos silenciosos para esta rebeldía: la incomprensión, la falta de afecto, la soledad y el rechazo social. Por supuesto, para cumplir con las imposiciones de la época, el final de la película reafirma la norma: Plato sufre un destino trágico, lo cual, a pesar de ser una historia relegada al subtexto, era casi obligatorio en el contexto histórico que nos ocupa. Aun así, el simple hecho de que Plato exista y sea retratado con dignidad, y que Jim lo trate con afecto en vez de burla, supuso un hito histórico en 1955. El subtexto se ve reflejado en varios momentos de la película. Uno de los más significativos es cuando Plato conserva con cariño la chaqueta de Jim cuando se la presta, o cuando Plato acerca la chaqueta de Jim a su cara y la huele tiernamente, como alguien que atesora el aroma del ser amado. Otro momento clave es cuando aparecen Jim y Plato conjuntamente en pantalla por primera vez. Plato ve a Jim reflejado en un espejito colocado sobre una foto del actor Alan Ladd, un galán de cine de la época. Esto, para el público gay, era una declaración de intenciones, donde se daba a entender la atracción que Plato sentía por Jim. Durante todo el filme, Plato se muestra sensible y afectuoso con Jim, con quien comparte miradas profundas y sonrisas de admiración. Tampoco es baladí que, ante la muerte de Plato, Jim se derrumba, llorando desconsoladamente, mientras Judy, la tercera protagonista y supuesto interés romántico de Jim, permanece triste pero serena. Teniendo en cuenta los roles de género rígidos de la época, es llamativo que, ante la pérdida de un amigo común, sea el hombre quien se muestre mucho más herido y conmovido que la mujer. El dolor de Jim al perder a Plato nos dice, con más fuerza que cualquier diálogo, cuánto significaba. Además, Jim le quita los zapatos suavemente, en un gesto íntimo, simbólico y casi ritual. El cine no le dio a Plato una historia de amor, pero sí nos dio a nosotros una mirada para encontrarla.
HASTA AQUÍ LOS SPOILERS DE MUJERCITAS (1868), TOMATES VERDES FRITOS (1987) Y REBELDE SIN CAUSA (1955)
Aunque actualmente vivimos en una época en la que todo debe ser dicho, explicado y justificado. La libertad para expresarnos y crear sin censura (o, al menos, no tanta censura como antaño) nos ofrece la posibilidad de alzar la voz, y es imperativo hacerlo. Sin embargo, el subtexto sigue teniendo un papel esencial en la creación artística, no porque haya que seguir amparándose en la seguridad de lo que ofrece lo invisible, sino porque no todo puede ser nombrado sin empobrecerse en el proceso. Algunas emociones, algunos vínculos, algunas realidades son demasiado complejas, demasiado íntimas o frágiles como para sobrevivir a la exposición directa. Por supuesto, esto no quiere decir que la disidencia deba seguir relegándose a lo oculto, sino que el arte no debe perder los matices maravillosos de lo que ofrece lo implícito. El subtexto no es una reliquia de otros tiempos: es una forma de expresión que sigue viva porque hay cosas que tienen un impacto mucho mayor cuando son contadas en voz baja, entre líneas, al oído de quien sepa escuchar. Hoy, en plena era de la hipervisibilidad, el subtexto se convierte en una herramienta para agregar profundidad y complejidad: frente a la inmediatez, propone pausa; frente a lo evidente, es sugerencia. En un mundo lleno de ruido y sobrecarga de información, el subtexto obliga a la gente a parar, a analizar, a prestar atención al detalle. Y ahí reside su valor. En lo simbólico, en el hecho de que necesita de la sensibilidad y de la interpretación del espectador para ser entendido en su totalidad. El subtexto permite que el arte sea una experiencia activa, colectiva, compartida. No todo lo verdadero necesita ser explícito para ser comprendido, ni todo lo explícito logra atravesar la barrera emocional del público. Decir no siempre es sinónimo de comunicar. Lo implícito también puede conmover, y a veces, es justamente lo que no se dice lo que genera un impacto más profundo.
El subtexto es también una forma de cuidado. Una manera de narrar desde la delicadeza, de proteger ciertas experiencias sin descomponerlas, de no romper con una luz demasiado violenta lo que sólo puede entenderse en la penumbra. El subtexto, cuando se emplea con honestidad, no oculta: resguarda. Es una mirada sensible desde donde nadie se atreve a mirar. Puede ser una manera ética de representar lo traumático, cuando una historia elige no mostrar una escena gráfica, o decide sugerir una emoción sin verbalizarla. El subtexto, entonces, se convierte en una forma de compasión estética. Nos ofrece un lugar simbólico donde la crudeza encuentra refugio, donde lo no dicho cobra sentido, donde lo prohibido deja de serlo porque se vuelve humano. A través del subtexto, muchas obras nos han enseñado a leer lo que nadie se atrevía a escribir, a sentirnos acompañados en nuestros silencios, a reconocer como propias esas emociones que jamás habíamos nombrado. Porque hay verdades que no necesitan gritar para emocionar, para trascender, para quedarse con nosotros después del punto final. El subtexto no ha muerto: sigue latiendo en lo que no se ve, en lo que no se formula, en lo que resiste precisamente porque no necesita ser explicado para ser real. No es una trampa narrativa ni un eufemismo para la cobardía. Es, muchas veces, una forma sensible de narrar la complejidad humana.
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Interesante tu artículo y estoy de acuerdo contigo en su importancia y en lo mucho que se echa de menos en la narración y el cine de nuestros días. Te sugeriría que probaras a reescribir tu artículo con al menos la mitad de repeticiones de la palabra "subtexto". Si eso te obliga a renunciar a partes, a quitar frases redundantes; no temas, habrá ganado en fuerza y lectores.
No hace falta que publiques este comentario.
Un saludo.