Lo importante colocárselo a alguien… | Por Itziar Torrecilla Gorbea y José Carlos Alvero Reina.
Reflexionad: ¿queremos un mundo habitado por trans-humanos?
Sí, si sientes un malestar, una incomodidad… lo importante es colocárselo a alguien, que sea más sensible, o más tonto, o más vulnerable. Lo importante o lo astuto es no apechugar con lo propio, no sentirlo.
Y así lo que se consigue es impedir que de esa incomodidad salga la motivación y la fuerza para cambiarlo.
No, los “listos” buscamos otra forma de ir por la vida. A ser posible “que sea otro el que cargue con el muerto”.
Por ejemplo, yo siento angustia, rabia, impotencia… pero apenas nadie lo nota porque he aprendido a ponerme el “blindaje”; un blindaje que bloquea, con diversos cortes energéticos, toda mi estructura orgánica y acaba, por tanto, bloqueando así mi percepción. Entonces, para atenuar el malestar que permanece de fondo (esa rabia, esa angustia, impotencia, miedo…) creo situaciones incómodas o estresantes en mi entorno, con lo que otros acaban manifestando tales emociones, porque aguantan peor que yo la tensión ambiental. Su blindaje es más débil… Esos “otros” actúan como emergentes de la situación, expresando, sin casi entender cómo ni por qué, ese malestar que no era suyo en origen. Y entonces va ese otro y se pone de los nervios… Actúa, en el terreno de la relación, como el cráter de un volcán. Y así es como yo consigo relajarme e incluso coger el papel del “salvador”.
¡Ya se cogió esa otra persona la inquietud!: “¿Pero por qué te pones así? ¡Venga, tranquilízate hombre, mujer, que no es para tanto!”
¡Ya está! El demonio se frota las manos: ¡Misión cumplida!
El posible movimiento para el cambio, para construirme más humano, se para… Con estas artimañas el crecimiento personal se frustra.
Y así una y otra y otra vez…
Poniendo un ejemplo, en mi caso, yo, José Carlos, que estoy mucho más blindado, coloco con demasiada frecuencia mi malestar en Itziar, que es mucho más sensible y honesta. Yo aparezco ante el mundo como una persona “muy tranquila, amable” y dejo que ella se lleve toda la carga negativa que alguien, desde fuera, pueda percibir o proyectar. Como ella se expresa más apasionadamente, este “trasvase” es muy fácil. ¿Qué prefieren las personas hoy día, las expresiones francas o que les hagan la ola? Yo soy una persona interesada en quedar bien, en comprar la película del otro para que éste, a su vez, me compre la mía. Itziar es mucho más franca y directa y difícilmente entra en un juego de intercambios egóticos. ¿A quién eligen como “basurero” de la relación?
Analizando este comportamiento al cabo de los años me pregunto “¿qué estoy consiguiendo?”
Durante mucho tiempo, silencio, ocultamiento… Aprendo a esconderme aún más y mejor; incluso y, sobre todo, aprendo a esconderme de mí mismo. Se va desarrollando una especie de acorchamiento de la
conciencia, del que cada vez es más difícil escapar.
Mi alma grita, angustiada, por no cumplir su destino… Y la angustia, que cada vez es mayor, y la ansiedad que crece y crece… buscan salir. ¿Cómo? Provocando nuevas situaciones difíciles, donde colocar este malestar tan insoportable.
Otra vez puedo parecer el salvador, pero así este juego se perpetúa, hasta que la angustia, la rabia, el miedo… el malestar del alma, alimentado por cualquiera de estas emociones negativas tan negadas, me lleva a un sinvivir imposible de describir. El que lo ha experimentado sabe de qué estamos hablando.
O también podemos hacer otra cosa, asomarnos a ver cómo hemos llegado a esta situación vital:
Al sentir estas sensaciones incómodas (amargura, ansiedad, rabia, angustia…) hemos buscado “lanzar”, soterradamente, ese malestar a otras personas, incluso aunque no nos hayan dado “motivos” de enfrentamiento. Estos movimientos velados son intercambios energéticos insanos, son “trasvases”
tóxicos de energía, que pasan desapercibidos en casi todas las ocasiones.
A lo largo de nuestra existencia vamos proyectando estas incomodidades en “personajes” familiares (el jefe, ese vecino que me cae mal, la pareja, el hermano, la “oveja negra” de la familia…etc.). Y ese juego de trasvase, de proyección, de búsqueda de un “chivo expiatorio” va añadiendo aliados al paso de los años. Y mi ego o personalidad enferma va ganando la partida. Todo parece ir bien. Cara a la galería “yo soy el bueno”.
¿Cómo se consigue?
En una sociedad hipersexualizada, existe un camino muy fácil, del que apenas se habla y precisamente por eso es tan fácil hacerlo, al estar tan negado incluso por la propia conciencia social e individual. Para colocarle al otro lo que nos molesta, lo tóxico, aquello de lo que no queremos hacernos cargo, movemos
e intercambiamos energía sexual (seducción sexual, mentiras disfrazadas con voces suaves, sugerentes y seductoras, mentiras maquilladas con sonrisas dulces e inocentes o sensuales, compraventa o intercambio de intereses…).
Y el trasiego continúa…
Y así seguimos apagando la conciencia. Narcotizados cada vez más por esta adicción en aumento, lo que se consigue en consecuencia es que el deseo de cambio se amortigüe, e incluso desaparezca. “¿Para qué
voy a cambiar si a mí no me pasa nada?”
El juego continúa. El malestar crece…
Esa es la conciencia “cero” que estamos alimentando y, además, tenemos múltiples entretenimientos u ocupaciones para no querernos ni enterar.
Esta es una sociedad criada para supeditarse al “egoísmo” (ego – yo mismo) y emplea muchas tretas, aún más con las nuevas tecnologías, para distraernos de lo importante. ¿Qué sería lo importante? Si fuéramos íntegros, lo más importante sería escuchar lo que está pasando en nuestro interior, conectar con nuestro malestar profundo y oculto, única manera de enfrentar nuestros problemas (ansiedad, miedo, angustia,
mentira, depresión, adicciones…) y terminar con ellos.
“A mí no me pasa nada, le pasa al otro” … Este juego de la “patata caliente” es ya viejo, y con el tiempo y los aprendizajes (incluida la terapia) lo vamos refinando hasta conseguir hacerlo más sutil y disimulado.
Es muy importante que no se note, pues de ser así, perdería su eficacia.
¿Y dónde se quedó el “dolor de los pecados”? ¿Qué pasa con la conciencia de dañar a otra persona, y a nosotros mismos? “¡Bah! Eso son antiguallas pasadas de moda”.
El corazón se enfría y la mente “se agudiza”, se crece con múltiples estrategias y se aleja cada vez más de la realidad. El ser humano se enferma al alejarse de su verdadero propósito: dar testimonio de la verdad.
Con tanto ocultamiento, nos convertimos en una sociedad hipócrita, escondida tras formalidades y protocolos, que nos alejan cada vez más de la realidad de nuestras vidas, apartándonos así de la posibilidad del cambio.
Y toda esta reflexión ¿a dónde quiere ir?
¿Dónde acabo cuando me convierto en el rey de la mentira, cuando me miento sobre todo a mí mismo? ¿Qué pasa con el alma del ser, con nuestra hermandad humana, con nuestra humanidad?
La mente calenturienta (en muchos sentidos) se recrea una y otra vez en sus circuitos obsesivos, en su vanidad. Se van construyendo múltiples teorías, ¿para qué? ¿para dar fe de lo real? O ¿para defenderse de la
conciencia más que amortiguada? ¿Para cambiar y desarrollarnos como personas íntegras o para seguir jugando a lo mismo y así seguir engañando y engañándonos?
Aquí nos encontramos con otro gran obstáculo, construido sobre la marcha: “que parezca que hacemos algo sin cambiar nada”.
La depresión, la ansiedad, las adicciones… no sólo no desaparecen, sino que van en aumento. Esto se traduce en el desarrollo de un nuevo vicio, como señalábamos al comienzo de este artículo, la adicción al
“trasvase tóxico” y al ocultamiento.
Cuando la energía la tenemos concentrada, “atrapada” en los primeros niveles de la existencia, (en las necesidades más básicas: materiales, de supervivencia, comer, dormir, sexo, éxito/poder…) nos aleja de tomar conciencia de nuestro propósito de vida:
¿Para qué estoy en este mundo?
Las sensaciones y emociones más primitivas y sensuales tienen fuerza y nos atrapan. Se crean adicciones que nos impiden llegar al “corazón” del asunto: que la otra persona nos importe tanto como nosotros mismos. No llegamos a sentimientos más cordiales, más humanos, porque estamos dormidos, o excitados, o entretenidos… la adicción apaga el amor, el anhelo de crecer y de vivir en paz.
¿Cómo salir de la trampa?
“¡Ah! ¿Pero es que quieres salir? ¿No estás a gusto viviendo en tu cuento o del cuento?”
Esta es la mentira con la que solemos vivir: me resulta más fácil pensar, hacer teorías con diálogos internos o teorizar de cara a la galería… que atreverme a enfrentar el problema en sí.
Pero por dónde empiezo, ¿por la adicción al trasvase energético-sexual? O ¿por el autoengaño y el ocultamiento? Este último ya bien arraigado en mi existencia y en la proyección de mi persona en el mundo.
Soy tan bueno, ofrezco una imagen tan “santificada”, que hasta puede costarme mucho que nadie me crea, que otro me entienda, cuando intento comunicarme desde una expresión más genuina, cuando procuro explicarme con honestidad desde lo que voy descubriendo que se mueve en lo más profundo de mí. Acompañar a la persona, mientras va desvelando las distintas capas del subconsciente, desentrañando sus personajes y tramoyas, es una de las principales funciones de la terapia.
Pasa el tiempo y podemos seguir haciendo teorías sobre nuestras vivencias y procesos como si las palabras no nos comprometieran… Ahí nos podemos pasar unos cuantos años más… o toda la vida.
En una sociedad hipócrita, basada en las formas, ocultarse desde la vanidad es muy fácil, aunque sea a costa del alma. Y esta merma expresiva se va reflejando también en el propio infradesarrollo orgánico: “Si me tenso lo suficiente, igual no llego a enterarme…”
Por poner un ejemplo, si siento angustia en la boca del estómago y tenso el abdomen, constriñendo la respiración, consigo mi propósito: no tomar conciencia íntegra de lo que estoy viviendo… y así el disimulo
de mi verdadero sentir está secundado por mi propia insensibilidad. Engañarme y engañar es cada vez menos costoso a nivel de conciencia, pero a costa de un cuerpo cada vez más desintegrado.
Y por esto, generamos y mantenemos toda una serie de cortes energéticos, para seguir escondiendo, escondiéndonos. Convertirnos en títeres de los demás, tapando nuestras heridas, aumenta nuestro dolor. Dejar sin solucionar nuestros conflictos internos afianza la raíz del problema. Pero la acuciante “llamada del ser” sigue ahí dentro, agazapada, ocasionando un malestar más punzante o ya más difuso, según los caracteres, según el compromiso que cada uno tenga con su guion de vida o con su alma que quiere
sanar.
Entonces ¿Cómo podemos pasar a hacer algo? ¿Cómo pasar a la acción?
Cuando nos arrastra la adicción, sentimos como si estuviéramos siendo gobernados por algo o alguien que está en nuestro interior… O incluso ni siquiera sentimos que apenas somos dueños de nuestro ser. Hemos ido entregando nuestro poder, a cambio de un “chute” de vanidad, de un chute sexual, de un chute de protagonismo o de atención, que pudo distraernos por un tiempo, pero que no ha conseguido acabar con el
malestar de fondo, con la incomodidad de una vida sin sentido, entregada a un mundo cada vez más alejado de la Verdad, cada vez más inhóspito.
Y, además, y como consecuencia, a medida que nos escondemos, que nos engañamos y mentimos, la sociedad, como reflejo del individuo, se hace más falsa. Entre tanta mentira, personal y social, somos más fácilmente manipulables y, con el tiempo, podemos acabar siendo esclavos manipulados creyendo que somos los reyes de nuestra creación.
Lo más valioso que se puede cultivar en esta vida es un corazón abierto y compasivo… Y la adicción y la mentira nos alejan de esta apertura.
La adicción es un animal ávido que siempre quiere más. Acrecienta en el ser humano la falta de respeto, hacia sí mismo y hacia los demás. Acrecienta la impotencia, también la soberbia y la prepotencia (que
tapan la impotencia de fondo), la desconsideración, el desprecio hacia uno mismo y hacia los otros (que no deja de ser un autodesprecio proyectado).
La mentira es una gran compinche, la aliada que va construyendo muros que nos alejan de encontrarnos cara a cara con nosotros, con nuestros problemas y con nuestros recursos. También nos aleja de los demás, desde el autoengaño o desde el ocultamiento. En definitiva, la mentira, como nos aleja de la verdad, nos aleja de la salud.
¿Quién puede soñar así en llegar a conocerse, en manifestar su auténtico ser, quién puede así sentirse libre?
¿Y qué es la libertad?
Cuando me encuentro con mi inconsciencia, con los reiterados argumentos “No me doy cuenta” o “No sé cómo parar”… me encuentro con la mentira: “Yo” engañándome a “mí mismo”. Yo agarrándome a mi falsa idea de mí. Un triste yo, que no quiere tanto el cambio como el chute de siempre; un ego que alimenta su pobre y distorsionada percepción de sí mismo, su impotencia, o su prepotencia (la otra cara de la misma moneda); un ser que vuelve a renunciar a la verdadera necesidad de su alma de curarse, de sanar. Y me cuesta admitir la verdad: que estoy “haciendo mentiras”.
¿Es esto libertad?
Dice la RAE que la libertad es la “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”.
Alguien que se declara impotente, que se aferra a su incapacidad de elegir, manifiesta justo lo contrario de lo que significa ser libre. ¿Qué es la libertad? ¿Puede el ser humano en la sociedad de hoy manifestarse libre? ¿Cuándo somos libres? Cuando elegimos una carrera, cuando elegimos la ropa que vestimos, cuando elegimos el modelo de auto, por poner ejemplos comunes… ¿determina esto nuestra libertad?
Aquí podríamos extendernos en otro artículo, pero vamos a centrarnos en lo que nos ocupa “Lo importante es colocárselo a alguien”.
Si creemos que ser libre es poder colocarle a otro un malestar que apenas podemos tolerar dentro de nosotros, estamos equivocados. Porque cuando queremos trabajar con esa persona en terapia, esa persona sigue con el malestar ahí. Ha sido libre de colocárselo a otro, momentáneamente, pero esa libertad le hace más esclavo del vicio de ocultarse, del vicio de excitar y excitarse con emociones tóxicas que a la larga se van a cobrar un “peaje” mucho más caro.
Porque ser libres para mentir no nos hace libres, nos hace esclavos de la mentira. Encontrar secuaces en nuestro camino no nos hace más libres, nos hace más inhumanos y nuestra deuda con el alma que quiere
sanar es cada vez mayor.
¿Eres libre de ser un desalmado? ¿Un desalmado es un ser libre?
Dejamos estas preguntas para otro artículo.
¿Qué nos queda?
Respirar en el vientre, abrir y relajar el cuerpo, centrar la mirada, escuchar los pensamientos como si fueran sonidos de fuera… Reconocer nuestros límites con humildad…
“La mente se miente” porque se mira a sí misma “con sus propias gafas”, con su propia distorsión para ver-se y conocer-se. Por eso buscamos a veces la guía de alguien, que, desde fuera del ego, nos ayude a
desentrañar la mentira y la verdad de la película que nos contamos, de lo que llamamos nuestra vida. La verdad es el camino si queremos llegar a sentir vida antes de morir.
Pero ¿cuántos guías, que se comprometan con la verdad, puedes encontrar hoy día?
¿Empoderarse o qué…? ¿Transhumanismo?
Ahora lo que se lleva es la moda del “empodérate” a ti mismo. Pero¡ten mucho cuidado! si te dejas guiar por alguien, ese alguien te quita poder… Y además, para quien ejerce la maestría (la orientación, la experiencia, la guía), existe el peligro de que le tachen de sectario.
Ante este panorama actual los buenos maestros desaparecen o se velan, o los hacen desaparecer; mientras que los egos, ahora más que nunca, en estos tiempos empoderados y autoengañados, se van entronizando.
Y ¿dónde queda el corazón en este movimiento?
Seamos sinceros, el corazón se va enfriando, está casi muerto; de ahí que pueda parecer hasta plausible un futuro con “transhumanos”, incluso salidos de úteros artificiales…
Porque así nos embaucan más fácilmente, prometiéndonos la vida eterna, cuando lo primero que un maestro podría decirnos es que tal vida, desde el principio, es casi inexistente… Porque el frío contacto
de las máquinas incubadoras difícilmente puede ayudar a calentar la compasión y el amor en un corazón vivo. Un corazón sin padres quizás pueda latir y parecer vivo… y sí, estará mecánicamente vivo; ese corazón
podrá comportarse como un organismo vivo, pero dudamos que tal máquina le pueda dotar al ser humano del calor de sentir el verdadero contacto con el otro, de llegar a sentir la empatía, el calor de la compasión. Ese corazón ¿puede llegar a sentir el gozo, indescriptible para una máquina, de la Misericordia?
Estos artilugios, esta nuevas y frías tecnologías, lo que buscan es la fantasía de la vida eterna a través del transhumanismo; buscan la acerada inmortalidad de los ciborgs. Ese futuro es el que se nos promociona
desde casi todos los ángulos de esta moderna sociedad.
Y, sin apenas dudarlo, para los que buscan tal inmortalidad el ser humano común es poco más que una cobaya de experimentación. Hoy el ser humano es alguien que puede llegar a sufrir, si no está sufriendo
ya, los efectos secundarios de los intentos de esta búsqueda de perpetuar la vida. Una vida que cada vez parece menos vida y se asemeja más a una cárcel de pasiones escondidas que pululan por salir. Pasiones que
se manifiestan en seres escindidos, narcotizados, fácilmente manipuladores y manipulables como masa, a los que “empoderan” con eslóganes semánticos, mientras les van quitando el verdadero poder.
Con el tiempo veremos de qué trataba esta llamada libertad del siglo XXI.
Dicen algunas teorías de la evolución que provenimos de los simios,
que la evolución es producto del azar o de la supervivencia. Otros afirmamos que Dios es el Creador del hombre… Para todas las teorías, ahora se avecina el anuncio de la próxima estación: “ciborgs sin alma”,
fácilmente esclavizados, con comportamientos autómatas, unidos a la red, fácilmente eliminables… Pero todo sea en aras de la “ciencia” que busca la inmortalidad eliminando a Dios de la ecuación.
