No. Yo no sentí repugnancia.
Cuando leí La metamorfosis por primera vez, siendo niña, no me horrorizó el insecto en que Gregorio Samsa se había transformado. Al contrario, sentí una gran lástima, y no por lo que era, sino por la falta de humanidad con la que lo trataban.
En esta obra, su autor, Franz Kafka narra la historia de un joven que un día se despierta convertido en un enorme bicho. Incapaz de cumplir con sus responsabilidades, es aislado en su habitación. Poco a poco va perdiendo movilidad y, finalmente, muere en soledad. Su familia, aliviada, retoma su vida como si nada.
Con los años comprobé que hay muchos Gregorios en el mundo. Siempre despreciados.
Vivimos en un mundo de escaparates relucientes que, en realidad, pretenden ocultar lo que no se adapta a lo normativo. Nos empeñamos en fingir normalidad para evitar la desaprobación, aun cuando sentimos la terrible opresión de ese insoportable yugo de falsedad. Es la misma condena que sufrió el protagonista: él no muere por mutar a insecto sino por el rechazo impuesto por quienes dejaron de reconocerlo como uno más de los suyos.
Precisamente, en este mundo en que la exigencia de perfección es omnipresente, quienes se salen del molde a menudo deben librar una batalla silenciosa contra la incomprensión. Y eso que todos llevamos dentro, en mayor o menor medida, algo que no convence, ni siquiera a uno mismo. Es un yo reprimido, temeroso de mostrarse por miedo al castigo social.
Porque sí, al dolor de ser diferente se suma el del brutal juicio al que nos someten. Eso explica que haya quien dedica su vida entera a reprimir esa molesta “criatura interior” que ruge con voz abisal… Otros, en cambio, hemos aprendido a escucharlo con actitud receptiva. Lo hacemos como un acto de valentía, porque, al final, lo difícil no es prestarle atención, sino lidiar con la reacción que esa confrontación despierta en nosotros.
Sucumbimos como el insecto del libro: no por lo que somos, sino por cómo nos miran si desentonamos. Esto tiene un efecto devastador: desactiva el cariño. Solo se sostiene mientras cumplimos con lo esperado; en caso contrario, se torna una fría indiferencia que mata más que el asco, como a Gregorio Samsa.
Quizá por eso tantas personas aprenden a fingir: por pura necesidad de pertenecer. En un mundo donde la aprobación está sujeta a condiciones, mostrar el verdadero yo puede equivaler a confinamiento. Por eso recurren al camuflaje para sentirse amados. Sin embargo, qué amargo es disfrazarse para merecer un lugar. A la larga, ese tipo de simulación asfixia más que la soledad.
Existe otra vía: la de quienes comprenden que el amor que vale no es el que te dan si encajas; es el que persiste aun cuando no lo haces:el incondicional.
Kafka nos legó algo más que un cuento: una alegoría demoledora sobre la marginación y el amor interesado. Una radiografía implacable de los frágiles vínculos humanos: ese amor que, si no nos doblegamos, puede tornarse desprecio, hasta volvernos indeseables a los ojos del entorno.
Lo más devastador no es ser rechazado; es descubrir que realmente nunca fuiste acogido. Solo soportado mientras te ceñías al guion. Y cuando este se desmorona, lo que sigue es el vacío. Te apagan lentamente porque has dejado de interesar.
Todos llevamos dentro una criatura desagradable que no encaja del todo. Debemos aprender a vivir con ellas en sociedad. Y no, no se trata de enmascararnos ni de exterminarnos. Más bien de admitirnos mutuamente. Porque no basta con convivir con las diferencias: solo cuando las miramos con respeto, nace algo más grande que la aceptación: el sentido de pertenencia sin condiciones, y la plenitud de poder ser uno mismo.
Y, si a pesar de todo, tu entorno se niega a validarte, si el reflejo que te devuelve es el de una cordialidad vacía, entonces la respuesta es clara: elígete. Ámate tú. Porque el amor propio no es un grito de guerra, pero sí la más legítima y revolucionaria de las respuestas que puedes dar. No encojas tus alas para caber. No apagues tu luz para no incomodar. No estás hecho para mendigar un rinconcito, sino para habitar con plenitud… Que quien te quiera, te encuentre entero.
© 2025. Lourdes Justo Adán. Todos los derechos reservados.
Docente especialista en Educación Infantil, en Educación Primaria y en Pedagogía Terapéutica.
Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.
Orientadora Escolar.
Escritora.
Columnista.
Coach de víctimas de maltrato psicológico.
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