De la cárcel a las aulas: la autora que desmonta el poder de las palabras con un thriller brutal y un cuento que cura
En Somos violetas arrancas con una confesión demoledora desde la cárcel. ¿Qué buscabas provocar en el lector con una entrada tan directa y sin filtros?
Quería que el lector entendiera, desde la primera línea, que Alice no es una narradora complaciente ni una víctima pasiva. La frase “Soy Alice y estoy en la cárcel por asesinato. Esto es una confesión” es un golpe en la mesa, una invitación a entrar en su mente sin anestesia. Buscaba generar un impacto inmediato y romper la idea clásica del thriller, donde el misterio se revela poco a poco. Aquí no: te lo digo todo desde el principio para que lo verdaderamente interesante no sea qué ha hecho, sino por qué y cómo se justifica a sí misma. Esa crudeza inicial ayuda a mostrar, desde el minuto uno, las grietas psicológicas del personaje.
La psicología de Alice está llena de ironía, contradicciones y un humor negro muy afilado. ¿Cómo construiste un personaje capaz de resultar tan magnético incluso cuando confiesa algo terrible?
Alice es una superviviente emocional. Su magnetismo nace de la combinación entre vulnerabilidad y descaro. Construí su voz a base de contrastes: puede hablar de un asesinato y, en la frase siguiente, bromear sobre esmaltes de uñas. Ese humor negro no es frivolidad; es un mecanismo de defensa. En los fragmentos donde reflexiona desde la cárcel, la ironía se mezcla con pequeños destellos de humanidad que hacen que el lector no consiga odiarla del todo, por mucho que lo intente. Ese equilibrio entre lo repulsivo y lo fascinante era esencial para que su historia tuviera fuerza narrativa.
Tu novela mezcla intriga, acción y un retrato emocional muy íntimo. ¿Qué fue lo más difícil de equilibrar en Somos violetas: el ritmo del thriller o la profundidad emocional?
Lo más difícil fue lograr que el ritmo no arrasara con la psicología. Quería que Somos violetas fuera un thriller adictivo, sí, pero también una novela profundamente emocional, donde se hablara de manipulación, trauma, culpa… y del largo y silencioso dolor de no poder alzar la voz. Equilibrar esas dos dimensiones supuso revisar mucho, mover escenas, decidir dónde acelerar y dónde dejar respirar. Mi objetivo era que la acción nunca apagara la intimidad del relato.
Tanto en Somos violetas como en tu trabajo profesional hay una idea constante: el poder del lenguaje. ¿Cuándo tomaste conciencia de que las palabras podían ser tu materia prima creativa?
Muy pronto. Las palabras siempre han sido mi forma de entender el mundo. En mi trayectoria profesional en comunicación he visto cómo un texto puede transformar una marca, y en la literatura he comprobado cómo una frase puede transformar un personaje. Esa fascinación me acompaña desde niña, pero fue en la edad adulta, ya trabajando en el sector y escribiendo de forma constante, cuando entendí que el lenguaje era mi espacio natural, mi herramienta y también mi refugio.
El truco de las palabras bonitas aborda cómo el lenguaje puede herir o sanar. ¿Hubo alguna experiencia personal o profesional que te inspirara este cuento?
Más que una experiencia puntual, el cuento nace de una sensibilidad que llevo conmigo desde pequeña. Siempre he sido muy consciente de cómo ciertas palabras, dichas sin pensar, con prisas o desde el enfado, pueden quedarse dentro más tiempo del que deberían. Tuve algunas situaciones desagradables en el colegio que me hicieron entender, quizá antes de tiempo, el peso que puede tener el lenguaje en la manera en que uno se mira a sí mismo.
Con los años, mi trabajo en comunicación reforzó esa idea: las palabras construyen vínculos, pero también pueden quebrarlos. Y ahora, como madre, esa conciencia se ha vuelto aún más profunda. No quiero que mi hija crezca normalizando un lenguaje que hiere, ni que sin darse cuenta pueda usarlo contra otros.
Por eso quise escribir un cuento que ayudara a abrir conversaciones desde edades tempranas, un libro que acompañe a niños y familias a entender que lo que decimos deja huella… y que también podemos elegir dejar huellas bonitas.
Lea descubre que sus palabras “hacen pequeñitos” a los demás. ¿Qué te gustaría que entendiera un niño —o un adulto— cuando lee esa metáfora?
Que el lenguaje tiene consecuencias, incluso cuando no las vemos. Que una palabra puede encoger o ensanchar el corazón de otra persona. Es una metáfora sencilla, pero muy visual, que permite a los niños comprender algo complejo: que nuestras palabras construyen o destruyen. Y a los adultos nos recuerda que la violencia verbal no es un malentendido: es un comportamiento aprendido que también puede desaprenderse.
En tu cuento infantil aparece un mensaje fundamental: pedir perdón de verdad. ¿Qué crees que nos cuesta más como sociedad: reconocer que hemos hecho daño o reparar ese daño?
Reparar. Reconocer el error es un paso difícil, sí, pero lo verdaderamente transformador —y lo que más cuesta— es repararlo: cambiar comportamientos, sostener la incomodidad, asumir la responsabilidad emocional. En el cuento, Lea aprende que pedir perdón “de corazón” no es decir una frase, sino devolver al otro su tamaño emocional. Eso, en la vida real, también es lo más exigente.
Has pasado de escribir una novela negra a un álbum ilustrado para niños. ¿Qué te sorprendió más del cambio de registro: la dificultad o la libertad creativa?
La libertad. El álbum ilustrado te obliga a ser muy precisa y a la vez muy simbólica. Cada palabra cuenta y cada imagen amplifica el mensaje. Esa limitación lingüística es, curiosamente, una forma de libertad creativa. Te obliga a mirar el lenguaje desde otro ángulo, a jugar con metáforas, ritmos, silencios. Y aunque son públicos muy distintos, en ambos géneros busco lo mismo: emocionar y provocar reflexión.

El truco de las palabras bonitas también está pensado para el aula. ¿Qué reacción te gustaría que tuvieran los docentes al trabajarlo con sus alumnos?
Me encantaría que lo vieran como una herramienta práctica, emocional y sencilla para abrir conversaciones que a veces cuestan: insultos, culpa, perdón, empatía. El libro está diseñado, y revisado por psicólogos, para acompañar ese tipo de diálogos y para integrarse fácilmente en proyectos de convivencia y educación emocional. Si un docente siente que el cuento facilita que los niños hablen de lo que sienten, me doy por satisfecha.
Las ilustraciones de El truco de las palabras bonitas están realizadas a mano en acuarela por Elena Andrés. ¿Qué ha aportado su trabajo artístico al espíritu del cuento?
Elena ha sido esencial para que el cuento tenga la sensibilidad que yo imaginaba. Su trabajo en acuarela, hecho completamente a mano y con una delicadeza que se aprecia en cada página, aporta una calidez que suaviza incluso los temas más delicados. Su trazo es cercano, emocional y muy respetuoso con la infancia; consigue que las metáforas que planteo en el texto se vuelvan visuales, tangibles, casi palpables para los niños.
Me emocionó especialmente ver cómo interpretó las “palabras que encogen” o las “palabras dormidas” del corazón: lo hizo con una ternura que multiplica el mensaje. Su estilo artesanal convierte el cuento en una experiencia estética además de emocional.
Como experta en comunicación, ¿qué hábitos de lenguaje consideras más urgentes de enseñar a los niños para evitar futuros patrones de violencia verbal?
Creo que lo más urgente es enseñar a los niños a usar el lenguaje con conciencia. Y eso empieza antes incluso de hablar de “violencia verbal”: empieza leyendo cuentos muy pronto, enriqueciendo su vocabulario y acostumbrándoles a escuchar palabras que nombran bien lo que sienten. Cuantas más palabras tengan, más fácil les resultará encontrar la correcta en lugar de recurrir al insulto, la burla o el grito.
Pero igual de importante es cómo hablamos los adultos en casa. Si un niño escucha a diario frases como “¿eres tonto o qué?”, será imposible que aprenda a dirigirse a los demás con respeto. En cambio, si nos esforzamos en decir “seguro que no te has dado cuenta, fíjate mejor la próxima vez”, estamos enseñando límites, sí, pero desde la calma y la empatía.
Al final, se trata de que entiendan que las palabras nunca quedan en el aire. En la infancia, una sola palabra puede moldear la seguridad, el carácter o la manera en que un niño se relaciona con el mundo.
¿En qué momento supiste que Somos violetas y El truco de las palabras bonitas formaban parte del mismo universo creativo, aunque hablen a públicos tan distintos?
Me di cuenta cuando entendí que, aunque se dirijan a públicos diferentes, comparten una raíz común: cómo lo que recibimos de los demás —sus palabras, sus gestos, sus silencios— puede acompañarnos toda la vida.
En Somos violetas, Alice utiliza el humor, la ironía y el sarcasmo como protección, como una coraza para sobrevivir. En El truco de las palabras bonitas, Lea está justo en el momento en que esa coraza aún no existe y empieza a descubrir que su manera de hablar puede herir o ayudar.
Son dos perspectivas del mismo tema: el lenguaje y el trato recibido en la infancia influyen enormemente en cómo nos relacionamos de adultos.
Ahora que combinas escritura, agencia de comunicación y asesoría literaria, ¿qué disfrutas más: crear tus historias o acompañar a otros autores a encontrar la suya?
Son satisfacciones muy diferentes, pero todas comparten algo: las palabras como herramienta de transformación. Cuando escribo mis historias, siento una libertad absoluta. En la asesoría literaria, el disfrute está en acompañar a un autor desde una idea en bruto hasta un proyecto sólido. Y en la comunicación, la magia está en ayudar a marcas o proyectos a encontrar su relato y conectar con su público.
Cada área alimenta a las otras: escribir, acompañar y comunicar son tres formas distintas de trabajar con la misma materia prima.

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