De refugios y encrucijadas | por Lourdes Justo

De refugios y encrucijadas | por Lourdes Justo

¿Qué evoca en ti la palabra «hogar»?

No hablo del espacio físico, no… Me refiero a ese nido intangible donde el alma halla sosiego y protección. Quizá lo entiendas igual que yo, como mucho más que tejas, cemento y ladrillos: una geografía íntima. Pero ¿quién lo define?, ¿un sentido de pertenencia?, ¿los lazos afectivos?, ¿unas raíces invisibles?

Un hogar imaginado así no se construye con las manos, sino con las experiencias, la confianza y el tiempo. Su aura nos envuelve como una manta tibia para protegernos de la intemperie emocional, del frío de la soledad y de muchas otras inclemencias de la vida. No es un punto en el mapa: es, en mi opinión, un estado del corazón.

«No hay lugar como el hogar«, susurraba Dorothy Gale, golpeando sus zapatitos de rubí en el mágico universo de Oz. En ella latía un único deseo: volver a su sencilla granja en Kansas. ¿Por qué? Había descubierto que el mundo es extraordinario, pero plagado de pruebas que la habían obligado a dar lo mejor de sí misma y a ver más allá de espejismos. Lo verdaderamente valioso lo reconoció en aquello que había dejado atrás. Entonces, la nostalgia se convirtió en su brújula, y el hogar, en su destino.

Cuando has vivido en muchos sitios, compruebas que la sangre no lo es todo. El hogar se construye poco a poco, y con lo único indispensable para alimentar el espíritu: los sentimientos. Tras un largo periplo a través de vivencias, vamos descubriendo dónde nos sentimos verdaderamente arraigados. En esa ruta de autoconocimiento, como le ocurrió a Dorothy, no avanzamos solos. El azar es una trenza de tres cabos: destinos, rumbos y coincidencias. A veces, al igual que a ella, la vida nos pone en nuestro recorrido a compañeros inseguros, necios y sin corazón, que, a diferencia del León, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata del cuento, no se autocuestionan, pues viven instalados en su propia ceguera. Tropezarte con personas de este tipo forma parte inevitable del trayecto. Identificarlos es crecer en sabiduría, ya que nos enseñan a manejarlos con inteligencia, como quien no se da por enterado… Y ni modo, a seguir avanzando. No cualquiera merece formar parte de nuestro “hogar” interno. Sin embargo, existen personas maravillosas que se ganan a pulso un sitio preferente, independientemente de su ubicación geográfica, y que se mudan contigo a donde quiera que vayas, pues residen en él de forma permanente.

Lourdes Justo - ruby slippers

A menudo, en la construcción de sus cimientos depositamos nuestra confianza en un deus ex machina. Pero, en realidad, las pruebas que enfrentamos nos invitan a activar nuestras fortalezas —sí, esas que han estado siempre ahí, aguardando el momento de desplegarse—.  Al mismo tiempo, nos obligan a confrontar nuestros miedos —esos senderos que la protagonista recorrió en su viaje a Oz—, guiándonos hacia un despertar irreversible. Atravesamos decepciones que, lejos de debilitarnos, nos transforman. Y al regresar, ya no somos los mismos.

Hay decisiones que nos exigen pisar fuerte, sobre todo cuando el sendero es incierto, al igual que hizo Dorothy con sus icónicos zapatitos. En la obra original de L. Frank Baum eran plateados, pero en la adaptación cinematográfica de 1939, el equipo de producción decidió cambiarlos a rojos, con el fin de aprovechar al máximo el impacto visual del novedoso Technicolor. Más allá de ser una herramienta con el poder mágico de transportarla a su hogar, los icónicos ruby slippers tenían otras connotaciones. Sugieren la latente fuerza de la niña. Son el símbolo de su coraje y, a la vez, el reflejo de su capacidad para asumir el control de su vida.

Su colorido, que destaca con intensidad en la pantalla, no solo añade un toque deslumbrante: también evoca la vitalidad y la pasión de la niña. Cada paso que da con ellos la impulsa por el sendero de baldosas y, al mismo tiempo, por una travesía íntima de descubrimiento personal. Del mismo modo que Dorothy tiene un calzado símbolo de metamorfosis, nosotros también portamos nuestros símbolos: ideas o principios que nos impulsan a desarrollarnos. En la búsqueda hay una chispa que brilla con fuerza recordándonos hacia dónde vamos, especialmente cuando todo parece tambalearse. Ese impulso nos lleva a explorar nuestras limitaciones y a aprender tanto de los éxitos como de los fracasos.

El poder de esa lucecita susurrando ‘sigue, sé fuerte, merece la pena’ es inmenso, te lo aseguro. Y es en ese propósito donde reside el verdadero sentido de nuestra existencia: en la eterna superación que nos van acercando a lo que deseamos ser. Cuando todo llega sin esfuerzo, la satisfacción se diluye. Es en la lucha donde florece el verdadero orgullo, como un árbol que crece fuerte en medio de las tormentas. Al final, alcanzamos una fuerza silenciosa que solo los que hemos luchado incansablemente podemos conocer. No hay mayor logro que habernos mantenido firmes, conservándonos íntegros a pesar de las tribulaciones.

No todo el que llega a nuestro umbral puede quedarse. Por más que lo intente, nunca será capaz de abrir con las llaves equivocadas. Jamás podrá entrar ni desempacar sus maletas. Inevitablemente, tendrá que darse la vuelta y continuar rumbo a otra Ciudad Esmeralda… Y yo, permaneceré de pie, en silencio, mirando su silueta alejarse, oyendo el eco de sus pisadas desvaneciéndose en la distancia. Esto es aceptación: el doloroso acto de dejar ir, de reconocer que algunos destinos no pueden compartirse, aunque sus pasos sigan resonando en nuestra memoria.


© 2025. Lourdes Justo Adán. Todos los derechos reservados.

Docente especialista en Educación Infantil, en Educación Primaria y en Pedagogía Terapéutica.

Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Orientadora Escolar.

Escritora.

Columnista.

Coach de víctimas de maltrato psicológico.

https://lourdesjustoadan.blogspot.com

nubeluz174@gmail.com

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