ARTÍCULO-RESEÑA SOBRE LA PÁJARA, de Juan von Zeschau
Autor: Juan Federico von Zeschau
Fecha de publicación: 2023
Editorial: Ediciones Futurock, Buenos Aires, Argentina
Reseñadora: Altea Cantarero
La pájara: en el camino de von Zeschau
En 2023, un jurado concedía el Premio Futurock a la segunda novela de Juan Federico von Zeschau. El título, La pájara. El lugar, Buenos Aires, uno de los lugares más literarios del mundo.
Juan Von Zeschau es ya autor de Fuego amigo, que a su vez ameritó el II Premio Municipal de Novela de la Ciudad de Buenos Aires (2015-2017) y fue publicado en 2016 por la Editorial Maipue. Este bonaerense es además politólogo y profesor de la Universidad Nacional de Lanús.
En esta nueva obra, von Zeschau confirma una voz propia, inconfundible. La pájara se presenta de inicio como un vertiginoso thriller inmobiliario, aunque una vez más von Zeschau disfraza su novela de otra cosa para explorar la naturaleza humana.
La sinopsis de la obra es simple: Gonzalo, el protagonista, debe reunir en escasos días (“Lo que querés hacer es una locura”, le dice alguien, y tiene razón) una auténtica fortuna para adquirir unas tierras en el lugar dorado de su infancia, que le fue arrebatado. Dorado, por decir algo; dorado al menos antes de que se torcieran las cosas, pero no quiero desvelar mucho aún.
Y es que comprar esas tierras no es solo comprar unas tierras: es vengar la memoria de los padres muertos por una vieja traición de sus antiguos colaboradores, traición que condujo a la madre a la cárcel y al padre al suicidio. Gonzalo, con dos hermanos más, abandónico puro, que va de cuerpo en cuerpo buscando, más que placer, un cobijo, una casa por dentro (“Todo es más desabrido ahora que ella no está”). Esa infinita ansia de hogar, de encontrarlo, o de hacerlo él para otra, con otra (“quedate conmigo, yo te cuido. Te hago la casa allá, mirá —apunta hacia un médano gris, lleno de racimos de uñas de gato—. Vamos a vivir ahí y vamos a poder venir a fumar al mar cuando queramos”), atraviesa toda la historia y determina cada uno de sus pasos.
Gonzalo es tan real como sutil, tierno, terrible, como casi todos los personajes de von Zeschau, que se pueden tocar, que parece que los estás viendo, oliendo, comprendiendo, eso es lo más importante. A cada cual el autor te hace entenderlo en su propio lenguaje, con su código. Y perdonas todo si aprendes a quererlos.
Sin embargo, “Es imposible juntar esa plata en tan poco tiempo […] En este país de mierda, es casi imposible reunir dos palos verdes en tan pocos días”, y de eso (parece que) va el libro. De esa búsqueda galopante, ese inapelable objetivo.
¿Va de eso? No, claro, ese es solo el pretexto. Un faraónico pretexto: “Sabe que hay algo en ese negocio, en ese campo, que es personal”.
Y, ¿por qué “la pájara”, quién es la pájara, por qué es tan importante que acaba dando nombre a todo un libro?
La “pájara”, en pocas palabras, es una colaboradora (cómplice, amiga, prohijada) de la madre de Gonzalo en la cárcel, a quien esta encomienda que lo cuide, antes de morirse ella, como última petición.
La pájara se llama Yeni y parece que tenga muchos más años de los escasos veintiocho que cuenta en realidad, con sus mil vidas y mil muertes a las espaldas, con la muerte en todas partes, sus ojos, sus tatuajes (“Carga muchos muertos en sus brazos, había otros nombres”), rapada y maltratada, flaca y fumadora, que cuida a Gon a su manera, en su silencio contundente, letal (“Es la primera vez que ve su mirada de diabla”). Por la vieja de Gonzalo pudo salir Yeni de la cárcel, en realidad, hasta el punto de que lleva su nombre tatuado entre su funeraria colección, como un reconocimiento necesario. Además lo hace gustosa, muestra una lealtad post mortem con la vieja que a él le viene muy bien, aunque no deja de sorprenderle, incluso la desafía, “Vos no sabés quién era”, pero ella erre que erre, “Me salvó la vida. No hables mal de ella enfrente mío”.
Yeni (“Pero fue su apellido lo que se deformó en la tumba […] Pero no la pudieron matar”), con Madre y Fe tatuadas en el escote, con cicatrices cerca del corazón. Y las peores, por dentro. Pero ella nunca habla de sí (“es un enigma y, más allá de lo que le contó su vieja sobre ella, todavía no le sacó la ficha del todo”). Yeni la de los muchos dioses (“Creo en Dios y en el Santito. Y en Alvarado también” / Muchos dioses tenés”). Picante, una “cavernaria demente”, la “Infernal más valiosa”.
Y Yeni cuida a Gon, y lo cuida casi más que ninguna otra mujer de las que pululan, por razones diversas, en torno al atractivo y castigado protagonista (“Con tu facha y lo bien que te va”). Lo cuida, acaso, como una especie de madre híbrida, mestiza, anómala: “Vine a cuidarte […] La única cosa que me pidió ella es que te cuidara”. Y le hará “Caricias en el pelo, es la ternura de su mamá”. Y aunque en realidad por edad debería ser más bien una hermana, una hermana macabra, una hermana de otro lado, de otra vida.
Juan von Zeschau escribiendo tiene la habilidad de que parece que estás tocando la escena, como si fuera harina mojada entre las manos para hacer pan, se te entra por los huecos de los dedos, da gusto e inquieta un poco, no puedes quitártela, no puedes zafarte de ella. No parece una escena, sino lo que está sucediendo pared con pared en tu casa, o incluso de pronto entras, como un fantasma fisgón, entrometido, todopoderoso. Todo lo ves sin esfuerzo alguno. Logra una verosimilitud sencilla, acerada, tan difícil de lograr justamente porque es invisible, como todo lo más potente.
Las frases son metálicas, cortas, apenas sin verbo incluso, a veces. Como si se te susurrara una sucesión de hechos con telegráfica eficiencia, nunca exenta de literatura.
No hay nada sobre-explicado en La pájara. Von Zeschau sugiere y alude, insinúa y recuerda, tanto o más que lo que cuenta de forma explícita. Como afirma un personaje en momento dado: “En las tragedias griegas, la muerte de un personaje siempre ocurría fuera de escena”, y del mismo modo sucede con la muerte de los padres de Gonzalo, muertes que pasaron, que también son entre bambalinas, aunque lo condicionan todo, marcando a fuego toda la historia: “Ojalá su vieja estuviera viva. Ojalá pudiera hablar con ella […] Pero ella no está. Y su viejo tampoco”.
Recuerda Gonzalo, apenas al inicio, que su madre “Lloraba, pero nos seguía cocinando y vistiendo y llevando a la nueva escuela, una pública”. Está como destilado, no se puede condensar en menos palabras la caída en desgracia, la pérdida de estatus, poder adquisitivo, clase social, todo junto en pocas líneas. Las madres lloran, por otro lado, mientras siguen haciendo las cosas de cada día. Porque la vida sigue, y ellas lo saben más que nadie.
En ese suceso infantil que lo marcará todo está el germen de lo que atraviesa el presente de la novela: el pibe a quien lo que más de le dolía era que “nunca más nos íbamos a ir de vacaciones todos juntos a Las Mercedes”, allí donde hace tanto plantó cosas con su viejo, plantó las hojas de la Santa Rita, plantó un alma. Porque las vacaciones de niño son el sol de la infancia, un verano siempre azul.
En ese pasado atroz que lo despoja para siempre a Gonzalo, su madre llora y su padre tartamudea: “Fue la primera vez que lo escuché tartamudear al viejo”, porque su viejo sufre con esa vergüenza de la desgracia, porque “La vergüenza es peor que la muerte”.
No es solo plata, no: “Alguien se tenía que hacer cargo de los viejos, de lo que dejaron”, ellos que “murieron del otro lado del muro, piensa también, en una intemperie parecida a esta”. No, hay que mucho saldar ahí, y no va de dinero, ni siquiera de tierras.
Va de la sangre. Y de la muerte. “Es el ruido de la descomposición”, “Son los demonios de Las Mercedes y salen de noche. Tené cuidado, mi amor, ayer soñé que te mataban”.
Y de pronto el verbo de von Zeschau recuerda a la concisión eficaz, conmovedora, seca a veces, de Hemingway o McCarthy a la porteña. La prosa es líquida, depurada, no sobra nada, como si cada frase, cada sílaba incluso, hubiera sido aquilatada. Preciso, sin una palabra demás, una elegante economía del verbo. Y con von Zeschau nunca sabes: igual te encuentras un tiroteo que te encuentras un discurso filosófico sobre la humildad donde un mafioso cita a Abelardo. Y todo suena bien.
En su justa de unos días por vengar esa memoria paterna, materna, Gonzalo tiene que haberse con todo tipo de situaciones, encuentros y desencuentros, matones modernos y también antiguos, clásicos (“Los hombres como yo somos de otro tiempo […] el mundo que conocimos, el de los granos que se pesan y los peones con los que se puede matear”), con quien solo es posible hablar de una manera, con “El corazón a mil, las palabras frías”.
Gonzalo no se arredra, “El campo va a ser mío […] Te juro por mis viejos que te voy a hacer mierda”. Una lealtad inquebrantable, doliente, atraviesa todo el libro, todas las acciones de Gon.
Porque ya dijimos que la historia no va de dinero, no va de propiedad… ni siquiera, al fin, de venganza, aunque casi lo parezca: va de lealtad, una lealtad rara, desmedrada, corajuda…, lealtad al fin: “Definitivamente a su papá le hubiera gustado todo esto”.
“Los viejos ya están muertos, no te van a aplaudir”, le dicen a Gon para disuadirlo de su plan, pero no funciona. Él sigue, en su ceguera inexpugnable. “Te podés salvar, Gonzalo”, le dice Yeni, pero yo tengo mis dudas, porque al fin, quién es Gon, es “Un títere manejado por los muertos”, porque recordar es “dar vuelvas siguiendo una órbita inútil, sin sol”.
Pero él sigue.
Sigue y la novela por momentos se convierte casi en una road movie, es un camino, un viaje, con guiños innegables a Kerouac, por momentos también a la dulce crudeza de Bukowski.
Y al fin hay siempre belleza, hay poesía en la novela de von Zeschau, a la manera como decía de Hemingway, límpida, en medio de todo, como un exabrupto tranquilo: “Las gaviotas se resisten a irse, pero terminan haciéndolo todas juntas, luchando contra el viento”, o “El cielo es una batalla”. O encontramos otro halo de McCarthy en La carretera, o un rastro de García Márquez sobre Macondo, en fragmentos como el que sigue: “[…] para creer, por un momento, que están solos en el mundo, que no hay nadie más, que por fin vino un cataclismo y arrasó con todos los hombres y mujeres, y la plata, y el recuerdo de sus viejos, y los campos, y todas las cosas”.
¿Va de tierra, la historia? Sí, de tierra, pero la que viene con la sangre, el linaje, el abolengo: “Porque los campos no se venden ni se compran, Gonzalito: se heredan”. Curiosamente, esa lealtad en Gonzalo es también “una lealtad heredada. Igual que todo lo que tiene, heredado”.
Y además de heredada, es trágica, porque “Sos el guardián de una herencia que a nadie le importa”.
Y la historia va de muerte, claro: “Porque en la vida hacen falta los dioses para poder vivir, y más para poder morir”
A fin, tal vez todo el libro sea el proceso de tatuarse Yeni a Gon en el brazo, junto a todos los demás.
Altea Cantarero, Buenos Aires, 7 de octubre de 2024.
Enlace al libro: https://tienda.futurock.fm/productos/la-pajara/
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