Como todos los años, con el mes de enero da comienzo un nuevo ciclo en la vida de cada uno. En mi adolescencia acostumbraba a escribir una lista con los propósitos para el año nuevo. Desde entonces, ha llovido mucho y ésa es una costumbre que ya no mantengo. Me conformo con poder disfrutar de las personas a las que quiero y de todo aquello que la vida me pueda ofrecer. El tiempo es un bien que tenemos y que no siempre sabemos apreciar, que tiene fecha de caducidad y una vez que se va ya no vuelve.
Tras la resaca emocional de la Navidad, toca volver a la rutina. Esta tarde iba escuchando en el coche el que ha sido uno de mis regalos de Reyes, el último disco de Dani Martín. Mientras sonaba “El último día de nuestras vidas” iba prestando atención a su letra cuando, de repente, una vocecita interior me ha invitado a reflexionar.
¿Qué fue de nuestra infancia, de aquellos años en los que durante horas interminables jugábamos en la calle a toda clase de juegos como si no hubiese un mañana? Aquélla queda ya muy lejana en el recuerdo. Entonces sí sabíamos disfrutar de cada momento. Tras la infancia llega la adolescencia, y un buen día te despiertas siendo una persona adulta sin saber muy bien cómo has llegado hasta allí. Es precisamente en esta etapa de la vida cuando empiezas a apreciar el tiempo, algo que cuando eres más joven simplemente pasa, pero no te paras a analizar. Y es ahora cuando también empiezas a darte cuenta de que nos pegamos todo el día corriendo, con prisas, a la carrera, sin disfrutar de cuanto hay a nuestro alrededor, permitiendo que la vida nos pase a nosotros sin que nosotros la hayamos vivido.
Recuerdo en la lejanía los años que estuve viviendo y trabajando en Madrid. Vivía por la periferia, pero la empresa en la que trabajaba se encontraba en pleno centro de la capital, junto al parque del Retiro, por lo que me veía obligada a desplazarme hasta allí en transporte público. Una de las cosas que más me llamaba la atención en esta época era encontrarme todos los días a primera hora de la mañana con infinidad de personas corriendo para coger el metro. Yo me veía incapaz de llevar ese ritmo. Esperar un par de minutos más hasta que el siguiente tren llegase a la estación tampoco me parecía un problema tan grave.
Y continuando con la vida laboral, una parte de la misma son las tan ansiadas vacaciones de verano, donde la mayoría de los mortales decidimos aprovechar esos días de descanso para irnos de viaje a algún rincón paradisíaco. Otra opción igual de aceptable es invertir ese tiempo en descansar en algún lugar más terrenal, pero igualmente idílico. ¡Ay, qué utopía más buena ésta del periodo vacacional! Ni en vacaciones algunos podemos desconectar. Y si entre nuestras diversas opciones nos decantamos por recorrer parte de la geografía a través de un circuito ya podemos olvidarnos, porque esa experiencia se va a convertir en cualquier cosa menos en un viaje de placer. ¿De verdad merece la pena visitar infinidad de lugares increíbles pero no disponer del tiempo suficiente para exprimir cada rincón los minutos, las horas o incluso los días que sean necesarios, convirtiendo esa experiencia en algo único? Yo creo que no.
Y con el devenir de los días la vida va siguiendo su curso hasta que uno decide tener hijos y la locura de las prisas alcanza un nuevo nivel. Primero, para conciliar la vida laboral con la familia. Después, cuando las criaturas ya tienen edad para ir a la escuela, vienen nuevos desafíos. En esta nueva etapa toca hacer malabarismos para cuadrar los horarios del trabajo con los del colegio, acercando después a los pequeños a la actividad extraescolar de turno. Y no hablemos ya de las fiestas de cumpleaños. ¿Cómo no nos vamos a agotar con tanto estrés, cómo es posible que no explotemos por algún lado? Algunos sí lo hacemos. Un buen día, recibimos la visita de una compañera con la que no queríamos contar, la ansiedad, y nuestro mundo de alguna manera salta por los aires. También, cuando somos adultos, empezamos a enfrentarnos a las pérdidas, y entonces sí es cuando nos damos cuenta de que la vida se pasa en un suspiro, y de que lo que hasta esa fecha hemos hecho ha sido de todo menos vivir. Con esta reflexión me viene a la memoria la maravillosa película “El club de los poetas muertos”. Tiene unas cuantas frases memorables, pero al hilo de lo que estoy exponiendo, me quedo con un par que dirige el profesor John Keating, interpretado por un magistral Robin Williams, a sus alumnos: “Carpe Díem. Aprovechen el día, muchachos. Hagan que sus vidas sean extraordinarias”. “El día de hoy no se volverá a repetir. Vive intensamente cada instante, lo que no significa alocadamente sino mimando cada situación, escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro; y examinándote de la asignatura fundamental: el amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida”. Hace tiempo que intento seguir esta filosofía. No siempre lo consigo, pero lo intento. Para mí, vivir de verdad es seguir disfrutando con los libros y con cada una de sus lecturas, escribir —siempre escribir—, pasar tiempo con las personas a las que quiero, escuchar música, ver una película —mejor si es en compañía—, viajar y conocer lugares increíbles, salir de vez en cuando de mi zona de confort, atreverme con cosas nuevas, no dejar de soñar y no perder nunca la ilusión ni las ganas de perseguir esos sueños.
Aprovechemos el día, disfrutemos de ese reto que provoca tener la vida por delante y vivámosla intensamente, antes de que se nos escape sin haberla vivido.
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