De niña soñaba con ser escritora. En octavo de EGB, realizamos un proyecto periodístico en el colegio. Aquella experiencia despertó algo más que una curiosidad: fue el descubrimiento de una vocación. Me fascinaba observar, narrar, captar la esencia de lo cotidiano y transformarlo en relato. Aquello, aunque entonces no lo sabía, fue una semilla que germinaría mucho tiempo después.
Al terminar los estudios, mi tutor me animó a estudiar Filosofía o alguna carrera de letras. Me seducía la idea de leer a los grandes pensadores, sumergirme en sus preguntas, encontrar palabras para lo invisible, poner el alma en cada línea. Soñaba con eso. Pero la vida tomó otro rumbo.
Durante años creí que había perdido aquel camino. Que lo había traicionado. Que aquellos eran sueños rotos. Carreras frustradas.
Hoy sé que no. Porque, sin títulos universitarios ni credenciales académicas, estoy haciendo algo que muchas personas —incluso con ellas— anhelan profundamente: escribir desde la herida y desde la vida. Escribir para sanar, para acompañar, para transformar.
Admiro profundamente a quienes han podido seguir el camino académico. Yo, por mi parte, he recorrido otra senda, no mejor ni peor, simplemente distinta. Y en ella también encontré propósito.
El poder de nombrar
Comencé a escribir a los diez años. Mi madre me regaló un diario por mi cumpleaños, y ese cuaderno se convirtió en mi primer refugio. En él encontré una forma de ordenar el caos que me habitaba y que entonces no sabía nombrar.
Poco después leí Mujercitas, y al cerrar el libro, me hice una promesa: algún día yo también escribiría. No sabía cuándo, ni cómo, ni sobre qué. Solo sabía que lo haría. Lo decidí con la pureza de una niña que, sin saberlo, llevaba un volcán dentro.
Con los años, escribir se transformó en mi forma de sostenerme. De resistir. De dar sentido al dolor. De poner palabras donde antes solo había silencio.
Crecí en una familia marcada por el alcoholismo. Ser hija de padres alcohólicos es vivir en un terreno inestable. Es aprender a sobrevivir en alerta permanente, a descifrar gestos, a medir el ambiente con la precisión de quien sabe que cualquier descuido puede desencadenar una tormenta.
Y todo eso deja huella. Marca la forma en que amas, en que confías, en que te relacionas contigo y con el mundo.
¿Por qué escribir un libro —o varios—?
Cuando publiqué Todo es por algo, mi primer libro, lo hice con una urgencia vital: contar mi historia. No solo por mí, sino por todas las personas que aún creen que sus heridas son fracasos, sin comprender que, muchas veces, son cicatrices de una infancia difícil.
En los años 70, en Estados Unidos, los estudios sobre hijas e hijos de personas alcohólicas arrojaron luz sobre algo que muchas ya intuíamos: los patrones se repiten. La culpa crónica, la sensación de inadecuación, la dificultad para poner límites no son defectos de carácter, sino consecuencias de un legado emocional.
Busqué respuestas leyendo. Y las encontré escribiendo.
Escribir como salvavidas
La escritura me salva. Cada día. Es mi forma de ordenar ideas, liberar emociones y dar estructura a un mundo interior complejo. Convivir con un TDAH hace que la escritura sea más que una pasión: es el hilo que ancla mis pensamientos al presente.
Siempre recomiendo escribir. No hace falta ser escritora para beneficiarse de la escritura consciente. Es una herramienta terapéutica, una brújula emocional, un espejo que no juzga.
Cuando alguien me escribe diciendo: “Yo también viví eso”, sé que he hecho lo correcto al compartir. Porque el dolor, cuando se nombra, pesa menos. Porque la palabra puede ser un puente entre soledades.
Escribir para otras, escribir para mí
Cada libro que he publicado ha sido un peldaño en mi propio proceso de sanación. No nacieron desde la teoría, sino desde la vivencia:
- Todo es por algo: Historia de una hija de padres alcohólicos
- Todo es por alguien: Guía para reconocer y recuperarse del maltrato
- Más allá de las etiquetas: Enamorada del alma, no del género
- El cuerpo que amo: Del rechazo a la aceptación
Una lectora me dijo una vez: “En todo lo que escribes me siento reflejada. Porque hablas de situaciones que hemos vivido muchas mujeres, aunque cada una con su historia.”
Eso es lo que busco. No escribir desde la distancia, sino desde la piel. Desde la verdad cruda y luminosa de lo vivido.
Mi ritual antes de escribir
Antes de comenzar, enciendo incienso. No por superstición, sino por conexión. Es mi manera de recordar que escribir no es solo juntar palabras: es abrir puertas. Hacia dentro y hacia fuera.
Escribo para tocar el alma de quien me lee. Y también la mía.
Cuando escribir se convierte en camino
La vida me enseñó que los sueños frustrados no son fracasos. A veces no estudiamos aquello que soñábamos, pero eso no significa que no lo vivamos desde otro lugar.
Hoy sé que escribir es la síntesis de todo lo que quise ser: alguien que pone las palabras al servicio de la verdad, de la sanación, y del cambio social.
Nota de la autora
Este texto es para ti.
Para quien alguna vez dudó de su capacidad.
Para quien creyó que no tenía “la formación suficiente”.
Para quien pensó que sus heridas eran un obstáculo.
Yo he hecho de mis grietas palabras. Y tú también puedes hacerlo.
Porque cada camino del alma tiene algo único que contar.
Y cada palabra consciente es un acto de amor.
Porque escribir, al final, no es un destino.
Es un camino que se hace al nombrar lo que duele, y también lo que libera.