Por esos pliegues secretos donde se cruzan la política, el arte y el engaño, se esconde una historia tan real como inverosímil. Juan-Carlos Arias la rescata en El falsificador de Franco: La historia del pintor que engañó al mundo del arte, un relato que no solo desnuda una de las redes de falsificación más intrincadas del siglo XX, sino que también toca fibras íntimas: el padre del propio autor fue el hombre que, armado de paciencia y mirada experta, logró desenredar la trama.
Todo comienza en 1960, con un bodegón que pretendía ser de Velázquez. La pieza había sido adquirida por una condesa, pero su autenticidad pronto fue puesta en duda. La sorpresa llegó cuando se descubrió que la pintura estaba colgada nada menos que en el Palacio del Pardo, residencia de Francisco Franco, y que había sido “recomprada” por su esposa, Carmen Polo, como si de una ganga se tratara. Una ganga, sí… pero para los falsificadores.
La investigación —meticulosa, obstinada— reveló que el supuesto Velázquez no era más que una pieza de un engranaje criminal perfectamente lubricado. Copias magistrales de Velázquez, Zurbarán, El Greco, Mengs, Picasso, Ribera y otros maestros salían de los pinceles de Eduardo Olaya, un virtuoso de la falsificación, para pasar a las manos de Andrés Moro, un anticuario de codicia afilada. La sofisticada operación se completaba con la intervención de Virginia Guitián, la “señuelo” capaz de encandilar a marchantes y coleccionistas, mientras nombres como J.A. Llardent, A. Egea, Stanley Moss y Herbert Maier se presentaban como intermediarios de confianza.
La red, conocida como la “Escuela sevillana” del siglo XX, no se detenía en las fronteras españolas. Desde la galería neoyorquina de Moss, las obras falsas cruzaban océanos y llegaban a museos y coleccionistas privados que pagaban sumas astronómicas por lo que creían ser tesoros auténticos. El fraude, lejos de ser un golpe aislado, se convirtió en una empresa transnacional que vendía, exportaba y legitimaba piezas que nunca salieron de los talleres de sus supuestos autores.
Pero Arias no solo relata un caso de crimen artístico. Su narrativa reconstruye el clima social y político de la España franquista, donde el arte era también un símbolo de poder y prestigio, y donde un engaño podía colgar impune en la pared más vigilada del país. El autor se adentra en los entresijos de las transacciones, en las ambiciones personales, en los pactos de silencio… y en la ironía final: aquel bodegón de Velázquez falso fue vendido por Franco al Museo del Prado, y años más tarde, en 1993, Stanley Moss aún logró beneficiarse del Legado Villaescusa, como si las sombras de la historia se negaran a disiparse.
En El falsificador de Franco, Juan-Carlos Arias nos coloca ante un espejo incómodo: el arte, ese territorio que asociamos con la belleza y la verdad, también puede ser un refugio para el fraude y la vanidad. Lo que parece eterno y puro, en manos equivocadas, se convierte en una mentira exquisitamente pintada. Y lo más perturbador: en ocasiones, quienes cuelgan esas mentiras en sus muros lo hacen con una sonrisa cómplice.
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