En Malandros, J.A. Aguilar construye una historia que se adentra con paso firme en las cloacas del poder, allí donde los despachos alfombrados esconden los secretos más turbios y donde la impunidad se sirve en bandeja de plata. Todo comienza con un suicidio: el de una víctima arruinada por la estafa de las preferentes, un episodio que, más allá de la ficción, evoca las heridas aún abiertas de la realidad reciente.
Ese gesto desesperado se convierte en el detonante de una espiral de venganza que unirá los destinos de Berto Crusellas, un empresario marcado por la injusticia, y Nito Serra, un detective dispuesto a traspasar los límites de la legalidad. Ambos protagonizan una cruzada personal que busca desenmascarar a uno de los responsables de aquel engaño masivo. Y lo harán al margen de una justicia oficial que, en demasiadas ocasiones, parece mirar hacia otro lado.
Aguilar no escatima en crudeza ni en lucidez. Con un pulso narrativo firme y una prosa que combina tensión con introspección, el autor disecciona las relaciones entre el poder político, empresarial y mediático, mostrando cómo sindicatos, medios de comunicación e intereses económicos tejen redes de corrupción tan sofisticadas como inmorales. El sexo, la mentira, la manipulación y el chantaje son parte del juego… un juego en el que todos, en mayor o menor medida, muestran su lado más oscuro.
Pero Malandros no es solo una novela sobre la venganza: es, sobre todo, una reflexión literaria sobre los límites de la ética, la fragilidad de la justicia y la naturaleza humana cuando se ve empujada al abismo. Aguilar nos recuerda que nadie es completamente inocente y que, en ciertas circunstancias, la línea entre el bien y el mal puede ser tan fina como una cláusula en letra pequeña.
En un contexto donde la corrupción parece haberse convertido en un paisaje cotidiano, esta obra destaca por su valentía al poner el foco en aquello que preferimos no mirar. Y lo hace con el ritmo del mejor thriller y la profundidad de la gran literatura contemporánea.
“Malandros” no solo se lee: se respira, se sufre y se cuestiona. Al cerrar sus páginas, el lector no puede evitar preguntarse si, llegado el momento, él también sería capaz de cruzar esa delgada línea… en nombre de la justicia.
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