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El túnel de Oliva: El mejor tributo de noir urbano a los años 90

El túnel de Oliva: El mejor tributo de noir urbano a los años 90

Por Altea Cantarero

            El túnel de Oliva fue finalista del Premio Planeta en 2021, un alto reconocimiento cuyo merecimiento confirma sin ambages la lectura de esta novela.

Jorge Sánchez López, su autor, madrileño de 41 años para más señas y con un currículo profesional más que solvente a sus espaldas, cuenta en su haber literario con dos novelas anteriores de género negro, un poemario y un libro de relatos publicados. Nos encontramos, pues, ante un escritor literariamente maduro y versátil, constituido, que ha sabido tocar con éxito registros muy diferentes pero que ahora, sin duda, se consagra brillantemente con El túnel de Oliva

La sinopsis del libro ya es contundente: “Zona sur de Madrid, finales de la década de 1990. Oliva celebra su decimonoveno cumpleaños en una discoteca cerca de un polígono industrial. Allí están sus mejores amigas, Rebeca y Desi, y también su novio Manuel, un joven y prometedor policía que ha podido escaparse del turno de noche. Después de la fiesta, la pareja se marcha y, antes de volver a casa, descubre entre unos arbustos el cadáver de Raúl, el novio de Rebeca, un taxista que ocasionalmente hacía de camello. Todas las promesas de futuro que apenas hace unas horas planeaban sobre el grupo de Oliva se desmoronan. Al día siguiente la policía comienza una investigación de un crimen en el que probablemente la víctima conocía a su verdugo”.

Por otro lado, la elocuente metáfora del túnel (“Cuando te adentras en un túnel, hay que encontrar la salida”), enfatizada por el propio autor en la nota final del libro, da paso a una obra que de forma recurrente retrotrae a un pasado, bien que reciente, pleno de ecos y vívidas nostalgias: “«Saca el túnel», repiten con entusiasmo”. Ese “Túnel” que fue, también, una discoteca de Fuenlabrada, como cuenta Jorge Sánchez López.

La investigación que se menciona en la sinopsis estructura toda la novela, guiando al lector en ese túnel acelerado en el que se convierte su lectura; investigación comandada principalmente por Almazor (aunque en un momento sea apartado momentáneamente del caso por razones que tendréis que descubrir), con ese apellido pleno de alusiones, para quien sepa entender: José Javier Almanzor, “Jose para los amigos cuando no usaban el apellido y Pepe si querían enfadarlo, había jurado el cargo de inspector de Policía Nacional con tan solo veintiséis años”, es además estudiante de Psicología por la UNED (guiño simpático al propio autor, licenciado en Psicología, entre otras cosas), lo que sin duda le habilita para una especial percepción, una inquietud singular sobre las personas, los sucesos, los secretos.

Almanzor vive en Fuenlabrada con su novia Sonia, profesora de literatura que por avatares del destino estará también en contacto con elementos cruciales de la trama. Ambos, Jose y Sonia (“La pareja ideal, alternando estudio y acción, infiltrándose allá donde se presentaba la oportunidad”), entre otros tantos personajes, aportan salpicadas vetas de una tierna cotidianidad que entibia una narración, por lo demás, de un talante policiaco sin concesiones, muy del gusto del género negro: El túnel de Oliva es una novela de un suspense casi clásico, que por momentos llega a recordar a un maestro como Raymond Chandler, en su sucesión continuada de escenas ágiles, resueltas, de una sobria eficacia.

Jorge Sánchez López se revela, más aún, se consagra como una voz autorizada y con derecho propio, con personalidad, en el ámbito del noir urbano contemporáneo, singularizándose de forma definitiva con El túnel de Oliva, pleno de significaciones más allá de una lectura epidérmica de puro ocio, que también admite, por supuesto, y que es sin duda su principal y genuina vocación: entretener a un gran público.

“Matones de discoteca, guripas, bandas, pequeños y grandes traficantes, armas, drogas, coches de alta gama y chalés de lujo. Almanzor sintió que el caso asignado no estaba a la altura de sus expectativas, o quizá era él el que carecía de experiencia para un tema tan elusivo”: este virtuoso fragmento ilustra espléndidamente tanto de la esencia de El túnel de Oliva. Si bien no puedo contar mucho más sin riesgode desvelar hitos decisivos de la obra, sí diré al menos que posee mucho de Historias del Kronen, tal vez más en su atmósfera, en su aire, en eso que no se toca pero se sabe y está siempre presente; que tiene mucho de trama policial, de pesquisa vertiginosa, de drogas en trapicheo callejero y corrupción a mayor escala entreveradas con intriga de saga familiar, una diestra mixtura de ambiente, argumento y mosaico de personajes.    

“En el fondo somos iguales, inspector. Tú vas al poblado a engañar a un gitano para meterte porquería por la nariz, y yo me limito a velar por mi negocio. No lo hacemos para comer, eso ya lo tenemos cubierto. ¿Sabes por qué lo hacemos? […] Por avaricia y por amor a quienes queremos”. Hay, sí, corrupción, hay drogas, pero no solo, en El túnel de Oliva. Hay ese algo más que es lo que mueve al Walter White de “Breaking bad” (más allá de la familia, la sobrevivencia, el dinero) y al Aureliano Buendía de Cien años de soledad, cuando afirmaba: “«Lo importante es que desde este momento sólo luchamos por el poder.»”; y más aún: “–Esto es un disparate, Aurelito –exclamó. / –Ningún disparate –dijo Aureliano–. Es la guerra”.

Todo ello se nos muestra en El túnel de Oliva  a través de una prosa hábil, no exenta de instantes de esos que te dejan rumiando, porque se siente que cualquiera podría suscribir esa frase, porque roza de pronto lo universal: “Intento sobrevivir en un mundo donde todos intentan joder al prójimo», aduce en un momento dado un personaje, tratando de justificar algo. ¿Quién no se sumaría a ese planto, que podría haber emitido el propio Kurt Wallander o, incluso, su paisana la levantisca Lisbeth Salander?

“Era un Creonte cuya ley estaba apartada de todo valor humano, como la piedad y el respeto por los muertos. Ya no podía creerse su rol de salvador de la patria”, se relata en otra altura de la historia, que por momentos, en sus múltiples y ricas denotaciones, evoca también al Crematorio de Chirbes. “Era, como él, uno de esos que, en un vacuo ejercicio de poder, casi nunca se quitan el traje y la corbata”: aquí no podemos evitar recordar ese aura de soledad, arrogancia y poder absoluto que inviste a los dictadores y a los jerarcas de la mafia, que es la misma aura para el padrino Don Corleone de Puzzo y para el Leónidas Trujillo de Vargas Llosa, entre otros tantos posibles ejemplos.

Nos encontramos, pues, en El túnel de Oliva con una paleta vasta y compleja de personajes con fondo, perfilados, reales, que puedes tocar y mueven los hilos de una trama con inesperados giros, de frescura sorprendente, oportunos saltos (los justos) geográficos y temporales… En todo ello destaca gloriosamente Oliva, la perspicaz Oliva que otorga el título al libro (nombre, cómo no, con su leyenda propia), que no es víctima, o no solo, al menos, siempre entre la sospecha y el asombro, una mujer muy joven, casi en ciernes aún, pero con poderosa agencia, con capacidad de valorar y decidir: “Nada quedaba ya de aquella chica de aspecto afligido, traumatizada e incapaz de responder a las preguntas. Sin duda, el túnel en el que llevaba dos años inmersa […]”. Una protagonista auspiciada por unas amigas (la Rebeca en duelo, la autónoma Desi…) de esas que, en aquella edad, son las “Huckleberry friends”, en el sentido conmovedor que lo buscaba Mancini en la inmortal “Moon river”.

Exhibe también El túnel de Oliva un homenaje grande y lleno de gracia al Madrid de los años 90, hasta a veces me recordaba a aquel Madrid (acaso algo anterior) que describe Elvira Lindo, en su voz tan lúcida como entrañable, de su adolescencia en aquel Madrid que era del pueblo, no tanto el de ahora, gentrificado, imposible, sino el Madrid donde la gente corriente podía vivir, habitar en todos los sentidos, aún con todas sus penas y limitaciones.

Y es que un comentario aparte requiere la ambientación epocal de El túnel de Oliva (referencias, lenguajes, usos y costumbres), que está cuidada al detalle, con un sentido a las claras deliberado y último: la novela tiene algo, o mucho, de tributo a esos años 90 que constituyen su atmósfera, años aún deudores y nostálgicos de los 80, aunque sin ninguna ceremonia (la nostalgia ceremoniosa, deliberada, minuciosa y sobre todo mercadeada, es más propia de nuestro siglo XXI), una época donde yo también fui adolescente, joven, una época también plagada de significados para mí misma (para tantos de aquel entonces que hoy somos legión), preñada de resonancias: las tribus urbanas (heavies, bakalas…), vinculadas en un nexo cuasi-religioso con indumentaria y tipo de música determinados y ferozmente excluyentes del resto, esa atroz necesidad de identificarse y separarse, de ser contemporáneo, de desmarcarse de lo que viene de antes, siempre percibido como viejo hasta el desdén. Quienes hoy somos boomers (¿boomers, qué es eso? Mierda de palabra…), encontraremos en este libro muchos guiños que nos atraparán desde las primeras líneas.

Esas menciones, que trufan encantadoramente El túnel de Oliva,a los papeles escritos a máquina, las bómbers, los pasillos de facultad llenos de humo, los ciclos de FP o las asignaturas de libre configuración donde entregábamos aquellas fichas con foto y todo, con dirección y teléfono, todo esto que la protección de datos hoy convierte en ilegal (en la era, paradójicamente, de la obscena exhibición constante y voluntaria de la propia intimidad)… Las cintas de casete o VHS que habían de ser rebobinadas, Metallica bajito en el coche, hasta, incluso, la presencia en el libro constante y tan significativa de las drogas, casi como un personaje más; sí, hasta cómo nos drogamos (o no) es epocal (“Si no es mal chaval, pero… […] Se mete demasiado […] Y se junta con cualquiera”), y esa época está rabiosamente descrita y constituyente en El túnel de Oliva, aquellos 90, aquellos inicios de milenio que nos vieron ser jóvenes y empezar a envejecer. Quien lo probó, lo sabe.

O la alusión a los teléfonos móviles… pocos, caros, exclusivos, esos bultos enormes y pesados que estaban solo en algunos pocos bolsillos: “Casi a las tres, a la anfitriona le sonó en el bolsillo del vaquero el enorme móvil, un carísimo artilugio que aún estaba pagando gracias a un empleo como monitora durante los meses de verano”. Más aún: esa ausencia de móviles (el personaje que tiene es casi una excepción) como algo generalizado era también, entonces, una llave de libertad, de anonimato, de furtividad, porque no estábamos siempre localizables, y lo que más necesita un adolescente es estar a salvo de la mirada adulta, siquiera por algunos instantes contados. No todo era rastreable entonces, no todos éramos rastreables. Lo que pasaba en la calle (en la noche, en el garito, esos garitos un poco turbios que también, y tan bien, recrea Jorge Sánchez López) allí se quedaba, para siempre, coagulado con esa aura de irrepetibilidad, de misterio oscuro, de lo no transferible, que hoy hemos perdido acaso para siempre.

Pero no hace falta ser boomer (¿qué era eso? Mierda de palabra) para disfrutar intensamente este libro, no. Si eres rotundamente joven igual lo harás, porque es también ardientemente actual, su trepidante dinamismo es muy del gusto contemporáneo… y es que El túnel de Oliva no se detiene, no hace concesiones: va directo al meollo, dejando saber poco a poco de los personajes de modo tan orgánico que no te das cuenta, a través de una mezcla maestra de diálogos resueltos, a veces necesarios monólogos y la descripción justa para no poderse “soltar” el libro, de cuyo sorprendente desenlace solo puedo aludir la última frase de la obra, magnífica, definitiva: “Suspiró, aliviada pese a todo, con la mente rumbo hacia un mundo ignoto y diverso”.

Jorge Sánchez López escribe, sí, con oficio y con pluma singular ante todo divertida, destinada a hacerte pasar un rato estupendo a través de ese noir urbano que traza con tanta destreza. Si lo que buscas es dejarte atrapar por una historia adictiva (¿qué cosa hay más grande en una novela?), bien contada, en ese salto maravilloso y túrbido al Madrid de los años 90, que conquistará tanto a quienes fuimos entonces adolescentes como a todo público, ya que la trama rebasa épocas, edades, fronteras… no esperes más: El túnel de Oliva es tu próxima lectura.

Altea Cantarero, mayo de 2023.

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