“La parturienta” por Anate Rivera
Abrió su vida de par en par para que entrara el amor más puro; también sus piernas y vagina para que saliera a la luz la hija que la estuvo habitando durante treinta y siete semanas. Se plegaba sobre sí misma, tumbada en el suelo derruido, arrugando el semblante a golpe de pujos terminados en alaridos. Apretaba la mano del desconocido que la auxiliaba cuando notó cómo una masa escurridiza y pringosa se deslizaba desde su interior, entre líquidos sanguinolentos, enseguida teñían el piso de la vivienda de la que apenas se conservaba el esqueleto; el resto era solo derrumbe.
La criatura rompió a llorar, el soldado enemigo se dispuso, machete en mano, a cortar el cordón umbilical, tomarla en brazos y cubrirla con su propia chaqueta militar. La depositó en el regazo de la madre que sin demora la acomodó contra su pecho desvestido. Al oírse la succión los ojos del hombre se ahogaron en lágrimas; la recién parida alzó su mirada para asistir al desbordamiento, viéndolas rodar mejilla abajo, barriendo a su paso la suciedad acumulada, surcando la mugre de la devastación bélica y las nubes de polvo elevadas con cada impacto de misil contra los edificios.
Confundida, le preguntó cómo podía quitar una vida y ayudar a darla al mismo tiempo. Quiso también saber si liberaba el llanto cada vez que accionaba el gatillo. No dejaba de ser curioso que unos ojos reaccionaran de igual manera con actuaciones tan dispares, contrarias. Le inquietaba saber cuál de los dos era su verdadero ser, el que desplegaba odio al disparar o el insuflado por el amor al contemplar una nueva vida. El ruso esquivó la respuesta con otra pregunta, quiso saber que nombre le pondría. “Myr, la llamaré Myr, lo que todos los seres desean y sin embargo se siguen preparando para la guerra”.
El hombre acuclillado se irguió contrariado, le dio la espalda y salió al exterior haciendo crujir bajo sus botas los cascotes con cada paso que daba. Se oyeron carreras, y acto seguido el sonido de los escombros siendo aplastados por las ruedas de oruga de los tanques. El soldado les hizo señas para que continuaran avanzando, y así no se detuvieran en aquella casa en ruinas. Gritó fuerte para camuflar el llanto repentino, menudo, de la niña. Fingió un golpe de tos hasta ver lo bastante alejado al batallón. Resopló aliviado cuando se hizo el silencio cercano, mientras el estruendo y el retumbar de las bombas salpicaban la lejanía.
Regresó más calmado donde la recién parida; se agachó y con su dedo mugriento rozó delicado la mejilla infantil; ella se lo apresó con fuerza, gesto que le arrancaría de la garganta un imperceptible gemido. Le contó entonces que él también tenía una hija pequeña; por un momento, imaginó la situación a la inversa, lo que le provocó un sentimiento de cercanía y estima hacia aquellos dos seres desamparados, en peligro de muerte.
Confesó su arrepentimiento, su culpa fusil en mano. Se sintió similar a un asesino, y no era esa la clase de padre que deseaba para su descendencia. No estaba en sus manos poner fin a esa guerra sangrienta y absurda; solo se le ocurría una manera de debilitar al ejército propio. Depositó un beso en ambas frentes; volvió a salir de aquellas paredes mutiladas y techos vencidos. Lloraba… Al cabo de un rato, madre e hija se estremecieron sincronizadas al sonido de un disparo único. Esta vez el soldado ya no regresaría.
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