Desde la ventana | Por Anate Rivera
Lera no habría guiado sus pasos hacia la ventana ni hubiera dejado morir sus manos en el alfeizar, tampoco su mirada se hubiese quedado congelada frente a las columnas de fuego humeante, aquí y allí, abriéndose paso entre los escombros, derrumbes y vehículos calcinados. No habría tenido que enfrentarse a la horrible visión de la guerra. No llevaría semanas esperando el regreso de su marido, obligado a descargar un arma contra el ejército enemigo con las mismas manos que salva vidas en quirófano. Ella no habría sentido la presencia queda de su madre detrás, ni sus dedos rozándole el hombro en solicitud de un giro. Solo lo haría su cabeza para que en el oído le cayeran palabras malditas: “Hija… no lo esperes más. Acompáñame al jardín trasero, tienes que ver algo. Mykhailo ya no volverá. Acéptalo”. Un minuto después, Lera se giró y encaminó hacia donde la madre, que había abandonado el salón, le indicara. Avanzó lenta hasta el sauce, a cuyos pies la tierra había sido removida. Pero no reaccionó, aguardó estática mientras oía que alguien se acercaba despacio; el brazo de su hermana la rodeó con suavidad. Sin necesidad de mirarla comunicó: “Mamá dice que aquí está enterrado mi marido, eso no puede ser…” “Hermana querida, nuestra madre murió hace días en el mercado, aun no nos han entregado el cuerpo; a tu esposo lo abatieron delante de la casa. No puedes negarlo por más tiempo”. La viuda regresó incrédula al interior, a la misma ventana del mismo salón, donde de nuevo clavar las pupilas en el vacío lejano. Al poco oyó risas infantiles, dos niñas preciosas revoloteaban y se perseguían a su alrededor. “Id a jugar con vuestra tía”. Las niñas se frenaron de repente borrando el júbilo del rostro. La mayor respondió muy seria: “Mami… ¿no lo recuerdas? A la tía la violaron unos soldados y luego le dispararon”. Otra vez la ventana, como una pantalla en la que estuvieran dando una película bélica, a diferencia de que los disparos sí podían atravesarla y alcanzarla. Liberó un suspiro antes de darse la vuelta y buscar a sus hijas huidas de la pieza en silencio. Se dirigió al dormitorio al tiempo que por el pasillo las iba llamando por sus nombres sin respuesta. Abrió la puerta, ante sus ojos dos camas revueltas; se acercó y palpó las sábanas, estaban frías, no se acababan de despertar y levantar. Volvió al salón nombrándolas sin apenas entonación. Jardín, cocina, y siempre al salón, a la misma y única ventana desde la que tampoco las veía en el exterior. Distinguió unos pasos amables, reconoció al soldado improvisado del bando nacional, hijo de vecino. “¿Se ha cruzado usted con mis hijas al entrar en la casa?” “Señora…veo que lo olvidó, siento mucho decirle esto, pero la semana pasada bombardearon la escuela, ningún niño sobrevivió…” Lera negó muda con la cabeza, con la que estirando el cuello rozó los restos del cristal impactado, un intento de ampliar su campo de visión como negativa de la información. Fuera no transitaba nadie, solo la muerte esparcida en aceras, portales y pasos de cebra. Se enderezó y lo miró una vez más, suspicaz. “Tú…no puedes estar aquí, yo vi como tus padres te daban sepultura en vuestro jardín”. A continuación se oyeron voces rusas y pisadas hostiles. Dos soldados enemigos se adentraron fusil en mano hasta el salón. “Aquí no queda nadie” fue la confirmación de uno de los militares. Justo entonces cayó en la cuenta, dirigió la vista al suelo y allí se vio, inerte y desangrada.
Anate Rivera
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