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Teufelsberg. El desconocido guardián del arte urbano | Por Patrizia Gaell

Teufelsberg. El desconocido guardián del arte urbano | Por Patrizia Gaell

Muchas ciudades albergan tesoros ocultos, lugares que, pese a su importancia, no figuran en las guías turísticas; tal vez por el “celo” a que, si se descubren fácilmente, las visitas se masifiquen y pierdan con ello ese halo que los hace especiales.

Uno de estos lugares se encuentra en el Grunewald, una reserva natural ubicada al oeste de Berlín en cuya cumbre se hallan las reliquias de Teufelsberg. Conocida como la «montaña del diablo», fue una estación de escucha estadounidense y británica que tuvo su máxima actividad durante la Guerra Fría. Diversos han sido los usos que se le han dado a lo largo de la historia. Comenzó, como se ha señalado, como centro de espionaje tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Con la caída del muro de Berlín y la reunificación del país, pasó a servir para el control del tráfico aéreo civil de la ciudad. La planificación de construir viviendas de lujo, hoteles y hasta un museo sobrevoló la colina del Grunewald durante varios años, también la idea de levantar allí una universidad o un centro para veteranos de las asociaciones aliadas fue sometida a discusión en su momento. Pero su futuro todavía no estaba escrito. En 2015, Marvin Shcütte, director general de MSM, planteó la idea de destinar estas viejas instalaciones, antes norteamericanas y ahora en manos de una promotora privada, a un lugar cultural, una colonia de artistas para el diseño sostenible del Teufelsberg. «Sería bueno que la próxima generación construyera algo aquí, algo completamente diferente de aquello a lo que habíamos imaginado destinar este lugar», declaró en una entrevista.

El Teufelsberg ha visto mucho a lo largo de los años, pero es ahora cuando una nueva vida surge de los escombros de la facultad de tecnología nazi y de los restos de alrededor de quince mil edificios destruidos durante la guerra.

De apariencia ruinosa, la perspectiva cambia sorprendentemente una vez te adentras en el recinto. Sí, una vez en el interior, el arte reina por doquier. Gran cantidad de artistas nacionales e internacionales de la escena del Post-Graffiti dejan su impronta en las paredes y muros de un todavía hoy enigmático lugar. Son obras que pueden alcanzar los doscientos setenta metros cuadrados de superficie o limitarse a unos pocos centímetros. Pinturas que se pueden encontrar sobre un gran mural exterior o sobre la base de un pequeño escalón de acceso a las enormes cúpulas que coronan el edificio principal y cuyas lonas el tiempo se ha ido encargando de desgastar hasta la mediocridad para que, tras ellas, resalte todavía más la impresionante vista panorámica de una ciudad que se extiende bajo tus pies a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales, como una obra de arte más.

La libertad de creación que se les otorga a los artistas participantes de esta galería tiene como resultado una amalgama de estilos, pensamientos y orientaciones intelectuales muy variados. Representaciones analíticas, críticas, nostálgicas, predictivas o filosóficas de artistas de la talla de Nick Flatt, Paus Punk, Man Dioh, Seboh, Rosco, Devita, Hoya o Michel Velt forman, en su conjunto, la exposición de arte urbano más grande del mundo. Es tal la magnitud del arte que se encierra en este complejo que resulta imposible llegar a describirlo con palabras. Y aunque son obras acotadas por la temporalidad —la mayor parte de las paredes se liberan de sus colores después de un período corto de cooperación con los artistas y que suele oscilar entre unos pocos meses y el año—, los grandes murales que glorifican la dimensión del arte expuesto en este rincón del mundo se sostienen algo más en el tiempo, como recompensa al gran esfuerzo realizado por sus creadores.

Hay algo extraño, casi místico podría decirse, que envuelve este paraje donde el ruido no existe. Tan solo se puede escuchar el canto de los pájaros del Grunewald y el silbido del viento viajando a través del esqueleto metálico de su estructura y tirando de las lonas para acabar acurrucándose entre las ramas de los miles de árboles que rodean y protegen a este guardián del arte de los ojos del gran público.  

Un lost place, atesorado por artistas y amantes del arte, con una singularidad propia y única que conecta sin igual el pasado y el presente para otorgarle una posibilidad al futuro.


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