Memoria de la Memoria | Por Rocío Biedma
Mi abuela Carmen cada noche al acostarse, seguía un ritual para mí entrañable: rociaba la almohada con agua de colonia; después soltaba uno a uno los botones delanteros de su fértil vestido negro de topitos blancos, dejándolo deslizarse por sus caderas, que sacudía graciosamente de un lado a otro para ayudarlo. Se inclinaba a recogerlo, desmayado a sus pies y lo dejaba cuidadosamente en la silla de anea que reinaba impasible en mitad del balcón entornado. Ya en la cama, languideciendo su brazo en el hueco de mi cintura, siempre decía: -un día más, Roci. O un día menos, de nuestra vida-.
Llevar la memoria a la memoria, volver unos instantes hasta unos ojos o unas manos, regresar con el recuerdo a lo insondable de otro recuerdo y descubrir el exilio, la pérdida, la amabilidad del recato, la añoranza constante; esa que te hace volver a la patria (que es el lugar de tus recuerdos), descender a la invocación de un tiempo sin retorno, abrir ventanas para espantar fantasmas, airear la sala tosca del desapego, salir de cuando te creías inmortal y la palabra tiempo era ajena a tu memoria.
Ese ir y venir de evocación en el que nos maceramos, le da cadencia a nuestra historia. La memoria comienza a ser otra cuando los recuerdos de nuestra infancia se acunan sin más en nuestro regazo. Ningún árbol es ya tan alto, ninguna melodía nostálgica apacigua el dolor, ni aquel perfume en la almohada, ni mi abuela recogiendo con ternura mi pelo suelto por detrás de la diadema, o como dijo Benedetti, “Las golondrinas, que parece que vuelven, no son las mismas”.
Rocío Biedma
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