«Los duendes de la literatura» | Por Josep Seguí Dolz
«Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro»
Haruki Murakami
«Hay otros mundos pero están en este»
Paul Éluard
Son las cinco de la madrugada. El amanecer aún no anuncia su aparición aunque parece que los pajaritos ya intuyen que está por aquí. Y también los duendes de La Literatura.
Sí, ellos están a mi lado hace rato susurrándome cosas al oído. Algunas un poco extrañas, lo reconozco. Otras que ya sé pero que me explican con palabras diferentes a las que se usan comúnmente para contar cosas comunes.
No son las musas, no. Si bien es muy probable que los pudiera confundir con ellas. Pero no. Estas son elegantes y bellas hadas que viven de día. Ahora solo están ellos y no son precisamente elegantes; tampoco son bellos. Simplemente son duendes desastrados y traviesos; seres de otros mundos como ya he anunciado en alguna otra ocasión (https://elescritor.es/opinion/el-alma-en-la-literatura-por-josep-segui-dolz) que no soportan la luz del sol.
No sé por qué digo «ellos» si no son masculinos; probablemente por costumbre. No pasa nada. También me he referido a «las hadas» en femenino y no lo son; como los ángeles, no entienden de sexos ni géneros ni cosas por el estilo. Repito: «No pasa nada» (por ahora).
Los duendes se marcharán pronto a descansar y me dejarán tranquilo para que pueda dedicarme a asuntos más técnicos como corregir en una y otra y otra página más las ortografías y las gramáticas de la historia que estoy revisando por enésima vez, más concretamente la de Cristina. Ya está escrita y pronto saldrá al espacio público bajo el título de La chica que ha perdido el norte. Por cierto, la Cristina me ha trajinado las neuronas (y lo digo en sentido literal) a base de bien. Pero en verdad le he tomado mucho cariño; tal vez demasiado si es que el cariño se puede cuantificar. Demasiado, sí, digámoslo así de momento. Como (el cariño) a los duendes y, en sus momentos, a las hadas. Y a las ortografías. Y a las gramáticas… ¡Qué haríamos sin ellas y ellos!
Los duendes, aunque están en él, no son exactamente de este mundo (siguiendo a Éluard), pero nos ayudan a entenderlo mejor, a conectarnos (Murakami) con todo eso que estar, está; pero no tiene explicación. Ni puñetera falta que hace.
Ellos, como nosotros (aunque nos pensemos lo contrario y por eso vivimos en constante tensión) no habitan un mundo de causalidades, si no de casualidades. O sea que, a veces sí, no todo tiene su explicación; no todo es fruto de un proceso de causa y efecto. No todo pasa por un motivo concreto. Y esto no es cuestión de razón versus imaginación; es que es evidente. Piénsalo.
No forman parte del mundo de la palabrería y la superchería que, muchas veces a nuestro pesar, son necesarias para confrontar su existencia (por ejemplo en los textos científicos) con la de los mundos de los duendes y las hadas; estos son reales; no sé si me estoy repitiendo. Tanto, al menos, como las teclas que estoy golpeando suavemente en estos momentos. Muy probablemente más. Reales.
La realidad está por todas partes. A veces hasta hay demasiada y nos agobia y nos frustra y nos enfurece y nos hace sentir mal y nos vamos precisamente a esos otros mundos para huir, siquiera sea por unas horas, de este que, en cualquier caso siempre es también muy bonito y agradable, ¿a que sí?
La Literatura necesita a los duendes. Sin ellos no hay nada que hacer, no hay nada que escribir.
Pero la realidad también está siempre ahí, como digo, y La Literatura también (sic) la necesita aunque no queramos. En verdad, duendes y Literatura son en muchos modos lo mismo, rompiendo así dicotomías falaces. Los periódicos, la televisión, la calle, internet y más configuran mundos de experiencia y relación que nos son útiles si somos capaces de eliminar la palabrería, la superchería y las falacias. Y eso es así cuando estamos leyendo y aparece el famoso «¡Eureka!». Es decir, cuando el alma de lo leído se nos hace presente porque está vivo. ¿O no?
Y estar vivo —vivir— es emocionarse. Ahí vuelve el papel fundamental de los duendes: conectar la emoción con una realidad que se nos suele aparecer como fría, anodina e incontrolable. Incontrolable, sí, aunque seamos nosotras y nosotros quienes la estemos narrando.
Ella (la realidad) escapa a nuestro control y en ocasiones caemos en el delirio, lo cual no está nada mal, no sé si estarás de acuerdo.
Pero es que ese «delirio» es justo la palabra que hemos inventado para conectar los «otros mundos» a que hacen referencia Murakami y Éluard. Sin él no hay conexión, no existirían Kafka ni Borges ni Dostoievski ni Marías ni Millás ni El Quijote (obvio, aun siendo una de las obras más realistas que se ha escrito jamás); no existirían esos trocitos de felicidad —que a veces duelen, lo sé— que nos invade cuando leemos; ese «¡Eureka!» a que ya me he referido.
Lo malo es que los duendes son tan traviesos, los muy cabrones, que solo nos hablan cuando a ellos les da la real gana; es imposible convocarlos ni siquiera leyendo el mejor libro de autoayuda del mundo que no, no vale la pena hacerlo; déjalo, no sirve para nada.
Por eso Cristina —recuerda: la protagonista de mi próxima novela, La chica que ha perdido el norte, que ya está a punto de salir— no sabe quién es. ¿Lo descubrirá a lo largo de las cerca de cuatrocientas páginas en las que se narra más o menos su historia?
Ni yo mismo lo sé, ¡y eso que soy yo quien la ha escrito! Quienes sí que lo saben, pero no lo cuentan todo (son así de cabrones, repito) son los duendes.
Saludos,
Josep, diciembre de 2022