La taberna del Gato sin Cabeza (Alejandría año 50 a.d.C.) | Por Emilio Gonzalo
La noche volvía a caer lentamente sobre Alejandría, dejando paso a una oscuridad lechosa, marcada por los reflejos de la luna que reverberaban en las tranquilas aguas del puerto. Los marineros y cargadores empezaban a dirigirse al barrio viejo, dando comienzo a la algarabía de vida nocturna que caracterizaba a todos los puertos. Si Alejandría era una ciudad cosmopolita durante el día, al caer la noche se convertía en un crisol de razas, danzas y placeres oscuros de los cuales era difícil aislarse. Por las estrechas callejuelas se veían a marineros griegos confraternizando con nubios y árabes al calor de la espesa cerveza egipcia que se servía en todos los establecimientos y puestos callejeros, mientras mujeres de todas las naciones ribereñas exhibían sin ningún pudor sus encantos, solas o en coloridos y bulliciosos grupos.
El más concurrido de todos los tugurios era la taberna del Gato sin Cabeza. Estaba situada justo al final del dique que unía la ciudad con el Faro, en la zona más vieja y destartalada. La entrada era una pequeña puerta de madera sin pintar sobre la que colgaba un tablón con el dibujo de un gato sin cabeza, al que debía su nombre. Nadie sabía si el dueño no pagó suficiente al artista al que encargó el dibujo y este lo dejó sin acabar o si se trataba de algo intencionado. El caso es que todo el mundo lo conocía por ese nombre en toda la costa del norte de África. El interior no desmerecía nada con la entrada; una apretada humanidad se distribuía en abigarrados grupos alrededor de las escasas mesas y junto a los tablones que, colocados sobre viejos barriles, hacían las veces de mostrador. Todo era un caos de cantos desacompasados de marineros borrachos, entrechocar de jarras y desentonadas voces. En la pared del fondo, un grupo de árabes
discutían airadamente el resultado de las apuestas del juego de la taba8, llevándose la mano a las curvadas facas que portaban en la cintura para resaltar el peso de sus opiniones. No era raro ver correr la sangre en el Gato en medio de alguna de las innumerables trifulcas que se organizaban cada noche. En otro extremo, dos esculturales jóvenes bailaban sugestivamente al apenas audible ritmo del arpa de un viejo egipcio, mientras eran desnudadas por las ávidas miradas de otro grupo de marineros que empezaban a pujar por sus favores.
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