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La loba esteparia y el oficio de escribir | Por Eli Carmin

La loba esteparia y el oficio de escribir | Por Eli Carmin

Decía Herman Hesse, en uno de sus artículos de opinión, que el oficio de escritor no existe. Según este Premio Nobel de Literatura y Premio Nobel de la Paz, el espíritu creativo no se puede domar. La literatura es para la vida, no para la fama del escritor y estómagos agradecidos que le lisonjean.

Entender su afirmación requiere pensar como una loba esteparia: el día a día te va comiendo, endureciendo para satisfacer tus necesidades básicas, pero el espíritu tira de ti, en una pulsión constante, para dar rienda suelta a tus necesidades espirituales, y, por ende, a la creación. No puedes escribir si no te alimentas, sino duermes, pero tampoco puedes comer o conciliar el sueño en la ocasión en la que, tu yo más interno, te empuja a crear.

Entonces, ¿sirven de algo las escuelas, talleres creativos, libros, blogs o conferencias que te enseñan a escribir? Yo creo que sí, los hay magníficos, y están enfocados para aquellos que tienen que pulir el estilo, dar forma a sus ideas, aprender a ser corrector de tus propios textos, a entender el mundo literario o a dar a conocer su obra al mundo. En definitiva, te inician al oficio de escritor. Pero ninguna de ellas puede dar forma a tu sueño de expresar algo que otros lean, entiendan o compartan.

Hay quien plantea que escribir es como un trabajo, que hay que dedicarle ocho horas al día, delante del ordenador o de una página en blanco, y escribir lo que sea. Su finalidad es acostumbrar a la mente a hacer un esfuerzo diario, que, en algún momento, dará resultado. A modo de ejemplo es como transformar el cereal en harina, y la harina, en pan. Un laborioso proceso que pocos apreciamos (formación de la masa, fermentación y reposo, horneado y enfriamiento) para fabricar un alimento básico cuyos orígenes se remontan a la prehistoria. Se podría decir que, cuando el escritor se convierte en panadero, se da cuenta de que su creación es un oficio. El pan, forma parte de un universo culinario en el que cada uno tiene sus apetencias para saborear, al igual que los libros. Uno debe estar dispuesto a probar muchos panes (o libros) para pretender hacer su mejor receta, aunque sea con una barata panificadora del hipermercado. Siguiendo con la parábola, no hay que olvidar que, tanto a escribir como a leer, se aprende en la escuela, y ese proceso suele durar toda una vida.

Sin embargo, hoy en día, todo el mundo su lanza su opinión al mundo, esperando que su escueto texto de 150 palabras sea aplaudido y leído. Un medio simple y eficaz de la palabra escrita, que espera a ser compartida y reenviada, con largos hilos de historias en hashtag, al fin de alcanzar la gloria en un medio de comunicación rápido, sencillo e incluso tan impersonal que muchas veces es realizado por agencias de comunicación.

Estoy convencida que este medio pasará de moda. De la pluma, pasando por la imprenta (divino Gutenberg), a la combinación binaria, ha sido un soplo de viento. Y aires nuevos vendrán, porque a la vuelta de la esquina nos encontraremos con el Metaverso, lleno de avatares que ya no necesitarán de nosotros para comunicarse, o, peor aún, para venderse al mundo.

Desde la tradición oral hasta nuestros días, podemos deducir que no hay civilización avanzada que prospere sin el medio escrito. Necesitamos saber, y la oralidad, con todos mis respetos, es excesivamente liviana para la reflexión, y menos aún para el empoderamiento de la razón, dando prueba de lo acaecido.

Las cifras de muertos o los datos sobre estrategia militar nos hacen entender su magnitud, pero hay libros que nos hacen revivir su verdadero alcance. A mí, esa inmersión en el mundo del despropósito de la guerra (ya sea religiosa, política, ideológica), me la han producido libros como: Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas, El diario de Ana Frank, El niño con el pijama a rayas, Lo que el viento se llevó, El espía que surgió del frio, El tercer hombre, Aníbal, Rubicón: auge y caída del Imperio Romano, Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, El enigma Sagrado, y muchos más… pero éstos sólo son, sin orden ni concierto, los que me han venido a la memoria.

Sin conocer nuestro pasado, seríamos zombis en nuestra realidad inmediata. Sería como una amnesia cultural, la catarsis de un mundo ininteligible.

El escritor tiene el oficio de hacer magia con sus palabras, insuflar vida a las ideas, sentimientos, visiones, y su forma de entender la realidad. Y tiene una vida a la que otros se suman o se restan, una familia o la falta de ésta que marca su línea vital, en un compendio de personas que se reflejan en sus escritores, porque hasta el más imaginativo de los escritos, se basa en una realidad, versan sobre el bien y el mal, el amor o la desdicha, lo cómico de situaciones curiosas o de la exageración histriónica de personajes reales. Romeo y Julieta son arquetipos que no inventó Shakespeare, pero los promocionó bien; la insatisfacción con el producto capitalista ya estaba en las calles, pero Karl Marx con El Capital y junto a Engels en El Manifiesto comunista, obtuvieron el público necesario para convertirlo en símbolo; Herman Hesse, con su Lobo Solitario y Siddhartha formó parte de la iconografía del movimiento hippie, aún sin pretenderlo, y hasta Harold Hitler , un austriaco mediocre, consiguió plasmar con sus ideas el descontento de un pueblo vencido, hambriento y falto de gobierno, en una inspiración para el nacionalsocialismo y un fundamento ideológico de una guerra a nivel mundial con su libro Mi lucha. Quizá, ninguna de ellas se escribiera para incendiar la realidad, pero, a pesar de ello, lo consiguieron.

Si pensamos las consecuencias que el escritor puede tener con su obra, puede entrar en pánico. La palabra escrita tiene un poder, que no hay que minusvalorar en ningún momento.

De ahí que el oficio de escribir, en mi opinión, sí existe, porque la comunicación escrita es hoy uno de los pilares de la globalización, ya sea en un tuit, en una enciclopedia virtual o en una edición impresa de mil tomos. Lo que leemos, en alguna manera, nos influye y, eso mismo, nos mueve. Somos herederos de un sistema límbico por el que pasan las emociones o instintos, pero que también los racionaliza o acomoda cuando llegan al lóbulo frontal, en una compleja red, que nos convierte en lobos de una manada que a veces eligen la soledad del que vive y piensa alejados de ella.

Así, creo que cada escritor debe comprender que, su oficio, que puede llevarle a la fama y dinero, es a su vez una obligación con los lectores, y, sobre todo, un poder que debe ejercerse con la moderación de un piquete anarquista, y el exquisito recato de una bola de demolición de edificios obsoletos.

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