La leyenda de la mujer de blanco | Por Laura Méndez Santamaría
Hacía tiempo que éramos inmunes y no nos habíamos dado cuenta.
Sí, si nos paramos a pensarlo hacía mucho tiempo que nos habíamos hecho inmunes a casi todo y ahora buscamos la inmunidad de grupo, cuando hace años que en algunas cosas ya la teníamos.
¿Inmunes o acorazados? Cualquiera de estas palabras o definiciones hubiera sido válido. Inmunes a sentir que teníamos que parar sí o sí, aunque solo fuera un momento. Porque como se dice, la vida son dos días y aun estábamos los que intentábamos estirar las horas, los días, para terminar de hacer cosas, para adelantar trabajo, tareas.
Llevábamos recibiendo señales hace tiempo y aun así tratábamos de encerrarnos en nuestro mundo de quehaceres. Sin darnos cuenta de que teníamos que pararnos a disfrutar, a ser felices, a reír. Porque había gente que ya no recordaba lo que era eso. Reír y sonreír hasta que doliera la cara.
¡Qué contrariedad! Ahora que lo que menos se nos ve es la sonrisa, hay gente que es cuando más tiempo la tiene en la cara desde hacía años.
Nos habíamos puesto la coraza para no sentir demasiado, porque sentir nos desconcentraba de otras tareas. A la carrera siempre, a veces sin saber lo que dejábamos atrás.
Y nos vemos unos días encerrados, sin demasiadas tareas, sin prisa y empezamos a sentir. Nos sobran las horas, los días enteros. Nos sobra todo porque estamos acostumbrados a que éramos inmunes y ahora no serlo nos da pánico.
La pandemia nos ha hecho acordarnos de familiares que hacía tiempo que no veíamos, de los vecinos con los que apenas hablábamos de la gente que estaba sola en casa, de quienes tenía problemas de salud y necesitaban atención o ayuda. De aquellos que necesitaban ayuda psicológica, aunque muchas veces no supieras como hacerlo.
Probablemente hacía tiempo que no tomabas algo con tantos amigos, aunque haya sido online. Que no jugabas al parchís con tu familia, que no cocinabas con tiempo de sobra. Hacía tiempo que no pasabas tampoco horas solo, porque a veces es necesario. Qué no leías un libro sin quedarte dormido por el agotamiento de la rutina.
Teníamos otras prioridades y sentir había dejado de serlo, querer pasar tiempo con nuestra gente, haciendo algo que nos calma, que nos tranquiliza o que nos hace felices. Eso no estaba en nuestras prioridades.
Los profesionales han dado clases online, han atendido a personas enfermas por Skype, por teléfono, todos han o hemos hecho un esfuerzo superior al que hacemos normalmente con el fin de ayudar y creo que eso demuestra que sí, que somos buenos, que la buena gente existe, que siempre queda una parte del corazón para estas cosas.
De repente; se para el mundo para que echemos de menos los abrazos fuertes, esos que no dabas por no perder demasiado tiempo, que volvamos a las conversaciones largas, a dejar el reloj un poco de lado a querer escuchar de nuevo las historias de los mayores, esas que estabas cansado de escuchar. A pasar tiempo en familia, a desear los reencuentros con amigos y seres queridos, a tomarte una cerveza con un buen aperitivo, a que apreciemos de nuevo que el cariño, la familia, la amistad, los abrazos, los besos, las miradas cara a cara y la luz del sol en la piel.
Confío en que el mundo se ha parado para que la gente que ya era buena se vuelva a reencontrar con su ser más humano, recuerde lo que era. Quizás para que la gente que no lo era tanto se conozca y se sorprenda a sí mismo para darse la oportunidad de serlo.