«¿La España de ahora o la de antes?» | Por Iñaki Reyes
“Esto es peor que la guerra…”
Ese fue el comentario de mi abuelo, un nonagenario que reside en un pueblo de Toledo, que quedó grabado en mi cerebro por aquellos días oscuros del quinto mes del año 2020, en los que un virus y unos tiranos nos dejaron encerrados en nuestras casas mientras contemplábamos a cientos de miles de personas morir en unos telediarios a los que les había tocado la lotería en cuanto a aluvión de noticias por segundo se refiere.
Y es que mi señor abuelo, que nació apenas comenzaba la Guerra Civil y que tuvo que vivir los años de hambre, censura y posguerra en España, jamás se había visto tan impedido.
Afortunadamente, o no, yo no he tenido la oportunidad de haber vivido aquella época.
Uno nació a mediados de los ochenta, en un país, un maravilloso país en el que solo se respiraba luz, hierba, flores, colores, y donde la libertad se podía masticar.
Durante los años noventa, en España la gente se buscaba la vida, Muchos trabajaban, otros tantos robaban y algunos, unos pocos, vivían del estado.
Me siento afortunado al recordar mi infancia y mi adolescencia.
Mis recuerdos evocan lo pueril de quien podía tomar decisiones y al que únicamente se le aconsejaba, no se le prohibía.
Ensayo y error lo llaman algunos; acción y consecuencia otros. A mí me enseñaron que había que aprender de los errores, pero me educaron haciéndome entender que el error estaba permitido, y que incluso era algo bueno. Formaba parte del aprendizaje.
Hablo de una educación que se apoyaba tanto en mis casas, la de mis padres y las de mis abuelos, como en mi colegio. Un colegio en el que pasé los mejores momentos sin duda.
Los profesores se hacían llamar Don y Doña. Se comunicaban en el desaparecido lenguaje del “Usted”. Me reñían si arrastraba la silla o si hablaba sin haber levantado la mano. Me castigaban y me sacaban de la clase.
Por supuesto, yo no les contaba a mis padres que me habían reñido o sacado de la clase. Su reprimenda por aquello sería aún peor.
También premiaban a los que más se esforzaban y alimentaban así mi espíritu competitivo.
Al que se sabía los determinantes o las preposiciones le daban un chicle.
Al que ganaba la competición de cálculo mental lo ponían el primero de la fila.
¿Era eso libertad pues?
No dejo de preguntármelo.
La cuestión es que por más que lo pienso, no tengo ningún recuerdo de mi infancia en el colegio que me evoque un mal sentimiento. Todo lo contrario.
Hoy en día, año 2022, viviendo en el supuesto mayor período democrático de la historia de España, con la libertad a raudales, uno es maestro.
Educador dicen…
Hace un par de meses uno de mis alumnos cumplía siete años y me ofreció por ello una golosina. Los cumpleaños deben ser celebrados. ¿O no?
Dudé en aceptarla.
No habitúo a comer dulces.
No fue ese el motivo de la duda.
Finalmente acepté. Los ojos llenos de felicidad de aquella criatura vencieron a cualquier razonamiento.
El dulce, la chuchería en cuestión, venía envuelta en plástico, por lo que, al estar seguro de que no iba a degustarla posteriormente, pensé en mis maestros, en aquel concurso de determinantes que Don José Antonio hacía con nosotros en cuarto de primaria, y decidí premiar al alumno que mejor resultado obtuviera en un repaso que había preparado sobre el tema de matemáticas que acabábamos de terminar.
Ganó una niña a la que le encantan las matemáticas. Se llevó la gominola, además de una alegría por la sorpresa del premio.
No pasaron ni veinticuatro horas cuando desde la jefatura de estudios de mi colegio se me puso en conocimiento que algunas familias de la clase en cuestión habían expresado su malestar por la situación de la golosina.
Mi primer escalofrío vino al pensar que la alumna ganadora de tan suculento premio podía ser alérgica a una de las miles de cosas que las personas son alérgicas en esta época de democracia y libertad. Yo creía estar seguro de que no. La niña me lo había asegurado.
Efectivamente, la niña tenía razón, ya que no era la familia de la niña la que se había quejado, si no el resto de familias. No todas. Unas pocas.
El motivo de la queja no era otro que el que el maestro, es decir yo, había dado un premio a una alumna, y el resto, que obviamente, también se había esforzado, no había recibido nada.
Mi comportamiento, mi idea, fomentaba la competición.
La jefatura de estudios de mi centro me comunicó que estaba prohibido dar comida a los alumnos.
Está prohibido también poner películas, ya que hay determinadas familias que opinan que el colegio es eso, un colegio y no un cine.
Tampoco podemos los maestros gritar a un alumno.
Debemos tener cuidado con nuestras palabras, con hacerle una carantoña a un alumno que haga algo bueno o con devolverle el abrazo a otro alumno que te lo pida.
Ahora, en 2022, en el supuesto período de mayor democracia y libertad, un niño no puede tampoco repartir invitaciones para su cumpleaños en la clase.
Afortunadamente, o no, yo no he vivido la guerra, ni la posguerra.
Afortunadamente, un maestro pudo darme un dulce por saberme los determinantes, y mis amigos del colegio podían invitarme a sus cumpleaños.
Por aquel entonces no había tantos partidos políticos. La gente se perdonaba. La gente se perdonó. La gente quería a su país, y trabajaban para sacarlo adelante.
¿Vivimos realmente en democracia?
¿La censura de la que hablaba mi abuelo desapareció? ¿Existe?
¿Éramos más felices?
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