Érase una vez… | Por Josep Segui Dolz

Foto: portada de El lobo feroz y Caperucita Roja. Primera edición en español, 1934. Editorial Molino. Encontrada en internet, todocolección.
La mayoría de novelas o cuentos se escriben en pasado empezando con fórmulas similares a la clásica del título de este breve artículo («Había un pueblo en el sur de Francia…», «Eran dos hermanos que hacía años que no se veían…», «Los enamorados se besaron apasionadamente y se juraron amor eterno…»). Es decir, nos cuentan cosas que sucedieron, no las que están pasando ahora.
¿Y?
Nada. No hay nada malo en eso. En verdad muchas de mis obras favoritas están escritas en ese tiempo verbal. ¡Estupendo!
En cambio a mí… ¡me encanta usar el presente!
Eso no tiene nada de especial ni de meritorio, ¿eh? Que quede constancia.
Pero es dificilísimo. Mantener en presente una narración de trescientas o cuatrocientas páginas (en Times New Roman 12 a 1,5 o doble espacio) exige un esfuerzo de concentración bestial.
No sé por qué parece que tendemos a contar las historias como pasaron. O como imaginamos que pasaron. Supongo que es normal. Mas el asunto es que a mí me gusta más hacerlo en presente; usualmente en presente continuo: tal y como están ocurriendo. Me siento más cómodo, digamos que más metido en lo que está pasando. Y es que yo soy, como autor (a veces también como otras cosas), parte de lo que se está narrando.
Por supuesto que escribir en presente no es ninguna regla ni nada parecido; no es nada que me obligue a nada (sic). Y a lo largo de la historia se pueden incluir otras formas verbales si esta, la historia (sic otra vez) te las pide, ¿por qué no?
Por ejemplo (con permiso): copio y pego este párrafo de la página ciento cincuenta de mi última novela recién publicada, la ya mencionada en otros artículos La chica que ha perdido el norte (https://www.josepseguidolz.info/la-chica-que-ha-perdido-el-norte):
«Entonces eso, me desplazo a Barcelona en mi coche gubernativo y allí me confirman de forma oficial el caso del gilipollas ese del kilo de cocaína a diez euros. Ordeno su detención inmediata a la policía nacional, de los mozos de la escuadra esos no me fío ni un pelo; policía autonómica catalana, ¡vaya risa! Si Franco levantara la cabeza acabaría en un plis plas con estas chorradas de las autonomías. No digo nada de lo que haría con el separatismo, je, je, je. Bueno, ya lo hizo, ya. En los buenos tiempos. Aquello sí que era paz y concordia en una nación libre y fuerte».
El párrafo empieza narrando algo que está pasando ahora. Sin embargo, al final termina en pasado, refiriéndose a lo que ya pasó. Cambiémoslo al presente:
«Bueno, ya lo hace, ya. En los buenos tiempos. Aquello sí que es paz y concordia en una nación libre y fuerte».
¿Qué ha ocurrido? Nada, absolutamente nada. Gramaticalmente ambas formas son correctas en su contexto y no ha habido un cambio sustancial en el mismo ni en toda la narración.
¿Entonces?
Pues entonces es simplemente que el cuerpo —o los duendes (https://elescritor.es/opinion/los-duendes-de-la-literatura-por-josep-segui-dolz)— me pide escribir eso, concretamente eso, en pasado. Y luego, durante los miles de revisiones, no me canta, no me molesta, no me suena a como una contradicción o desviación de la forma gramatical presente previa (aquí y en prácticamente todas las trescientas sesenta páginas de la novela). Tal vez sea que, intencionadamente o no, prefiero dejar lo de Franco y todo lo relacionado con él donde está, en el pasado; eso. Y así (aunque por este país aún hay bastantes cosas de aquella época pendientes de solucionar) me quedo más a gusto. Total, escribo primero que todo para estar bien yo aunque sin perder de vista a mi editor/a ni a mis futuros y futuras (¡ojalá que un montón!) lectores o lectoras.
Me gustaría añadir que la forma verbal en que se narra una historia tiene bastante que ver con quién lo hace. O sea, se puede escribir en primera persona (que es como yo lo hago la mayor parte de veces) o en segunda o en tercera o en singular o en plural o en chino mandarín. Tampoco pasa nada con eso. Lo único es que de hacerlo en primera persona las cosas se complican más, claro. Pero esa complicación es divertida y, ya lo he repetido en bastantes ocasiones: si uno o una no se divierte escribiendo (aunque a veces salgan personajes de terror como el mismo Franco o hasta Satanás, que sí, aparece en una de mis próximas novelas) ¡qué mal rollo! ¿No? Digo qué mal rollo lo de no divertirse aunque sea contando cosas feas como en el ejemplo que he puesto.
Eso de escribir en primera persona y ser un narrador omnisciente (o sea, que sabe todo lo que pasa y va a pasar) según dice por ahí la gente experta en estas cosas, también tiene su aquél. Y su dificultad, créeme (si quieres).
Pero, si te parece bien, vamos a dejar de momento ambos asuntos —la forma verbal y el tipo de narrador/a— para otra ocasión. Es que ahora mismo me estoy empezando a sentir como si estuviera dando un curso de escritura.
Y no, no es esa mi intención, además de que yo no soy quién para decir a nadie cómo escribir. Cada cual sabrá…
Entonces lo que me gustaría con este texto es solo proponer una reflexión abierta acerca de eso, de las formas verbales en literatura; reflexión que complique un poco la vida (aunque siempre de manera divertida, me repito) tanto a quien escribe como a quien lee.
Ahí está. Lo dejo caer y ya a partir de aquí…
¿Tú qué opinas?
Yo termino por hoy. Creo que he sido más breve de lo habitual; pero es que es sábado y me duele la cabeza (y no es por culpa de una mala resaca de fin de semana ni nada parecido, que conste)… ¡mal asunto!
Josep
https://www.josepseguidolz.info
¿Te gustaría conocer las apasionantes historias de escritores modestos, pero no por ello menos buenos?
Únete a nuestro canal de Telegram (es gratis) para ayudarnos a darles voz a esos escritores que necesitan un empujón. Sus vivencias e historias para publicar sus libros, su pelea para hacerse un hueco y su mensaje es igual o mejor que el de cualquier top ventas. Únete a nuestro canal para descubrirlos y apoyarles.