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“El peso de lo cotidiano” | Por Lourdes Justo Adán.

“El peso de lo cotidiano” | Por Lourdes Justo Adán.

A menudo me convenzo de que los hilos más finos tejen las historias más complicadas. El azar disfruta poniendo a prueba nuestra serenidad con detalles aparentemente baladís. ¿Alguna vez te han desaparecido las llaves, las gafas o un documento justo antes de salir? Los tenías en la mano hace un rato… ¿O quizá, a última hora descubriste una manchita o un botón descosido? Son ejemplos de los llamados pequeños estresores, traviesos y madrugadores, que se van acumulando hasta calar en nuestra cotidianidad. En este artículo, voy a colocar bajo el microscopio a estos saboteadores de la tranquilidad. Seguro que habrás vivido alguno de esos instantes de desasosiego.

Aún no has puesto un pie en la calle y ya te sientes como si acabaras de participar en un triatlón. Suena el despertador, pero realmente te despierta el agua fría de la ducha. Ya has mirado en todos los cajones, el perchero y en el armario, pero no aparece aquella dichosa chaqueta. Bueno, no pasa nada. Decides llevar otra cualquiera. La coges y se enredan tres. Las ordenas. Te apresuras por el pasillo y accidentalmente, te enganchas en el pomo de la puerta como si fuese un arpón. Frenas en seco. Retrocedes para liberarte. Respiras hondo.

Te marchas. El ascensor tarda. Por fin lo tomas. Resulta que llueve. ¡Pero si no llovía…! De nuevo respiras hondo. Vuelves a por un paraguas. Bajas…. Ya no llueve.

Pareciera que algún ente bromista estuviera muerto de risa observando nuestras reacciones desde su centro de operaciones en alguna dimensión paralela. Si no nos enfurecemos lo suficiente, nos aprieta más, girando un dial del caos que nos envía nuevos estresores… Y así, de repente, te encuentras haciendo cola en la farmacia, la librería o el veterinario. 

Pisas mal o te tropiezas con un adoquín. Te olvidas de algún recado o algún dispositivo no funciona. Te preguntas cómo es posible que cosas tan simples se conviertan en una prueba de resistencia dignas de un paladín.

Agarraste el carro más indómito del supermercado y lo aceptas estoicamente… Continúas como si domases a un toro salvaje en un rodeo.

Vámonos… Entonces, ahí estás tú, aguardando con la quietud de un Foot Guarden la fila de la caja rápida con cajero lento. ¡Arre, arre…! Ya te estás aproximando lentamente, como un perro rastreando un hueso, pero la anciana que te precede se empeña en pagar con moneditas. Diez, veinte, treinta… Mientras, tu reloj avanza con menos piedad que un inquisidor. Su tic-tac se burla de tu desesperación. En tu fuero interno lamentas que ese tiempo no sea aprovechado en otras actividades que te acucian.

Por fin, llega tu turno. Tratas de sacar la tarjeta como quien desenvaina una espada. Pero no. Lo primero que sale es la foto de tus hijos, el cartoncito de fidelidad de la tienda de helados, una rifa del colegio, un ticket del parking y el resguardo de la tintorería. Guardas todo eso y sigues escudriñando en la cartera.

Tras una búsqueda digna del mejor espeleólogo, por fin aparece, envuelta en un arrugado vale descuento para unas clases de manualidades que aceptaste por compromiso. Sonríes tímidamente a los impacientes compradores que tienes detrás. Ellos también sonríen, porque son cosas que pasan. ¿Cuál era el pin, cuál era?, ¡vamos, recuerda! Pip pip pip pip sobre unas diminutas teclas. Maaaal. No te atreves ni a mirar a las personas de la fila que esperan cambiando de pierna y conteniendo la respiración. Te enfocas en preparar el segundo asalto. Ánimo. Ahora sí. Suena el deseado pitido de aprobación del cacharro ese cual coro celestial entonando la Oda a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. El cajero te sonríe como el gato de Cheshire. Los clientes situados detrás de ti exhalan aliviados y tú te marchas pisando fuerte, con la determinación de un gladiador que acaba de ganar un combate en la arena, lista para enfrentarte al próximo obstáculo que el destino te tenga reservado y que no tardará en llegar.

No has salido del supermercado y el teléfono suena con tanta insistencia que podría despertar a un animal en hibernación.  Lo contestas convencida de que es el pintor que estás esperando desde hace semanas. Equilibras con arte el cargamento de bolsas y el paraguas en la misma mano. En la otra, el bolso. Abres la cremallera con los dientes y contestas sujetando el teléfono con la cara y el hombro. Vaya, es un operador de telemarketing tratando de venderte un plan Premium que rechazas.  Sigues tu marcha. 

Tras una odisea comparable a la de Ulises en su regreso a Ítaca, llegas a tu hogar. Dejas la compra en la cocina y te quitas esas prensas hidráulicas que llevas en los pies. Ordenas todo. Te instalas cómodamente. La tranquilidad te envuelve como una manta suave. Tu morada es el mejor de los refugios. La jornada es larga, pero sobrevives. Al fin y al cabo, eres tenaz, experimentada, y puedes gestionar cualquier imprevisto que el hado te envíe. Incluso no sería extraño que Hércules te pidiese consejos para superar sus doce trabajos, pues no son nada ante, por ejemplo, resistir el ruido de un taladro cercano, que le televisor se haya desconfigurado, que internet falle o que tengas que levantarte de nuevo para cargar el móvil.

Como las heroínas nunca descansan, te mantienes firme, esperando más batallas. Cada una de ellas es una oportunidad para demostrar tu bravura. Son las mancuernas de un gimnasio para trabajar los músculos de la paciencia. No siempre serás capaz de levantar la misma carga. La irás ajustando progresivamente puesto que el hecho de vivir te va fortaleciendo con un entrenamiento a base de experiencias, éxitos y fracasos. Recuerda tomarte tu tiempo para recobrar fuerzas y cuidar de ti. 

En nuestro caminar, disfrutamos de privilegios que nos proporcionan un flujo constante de la energía necesaria: por un lado, la lectura, el aroma de la naturaleza, un paseo en bici, una melodía, un día soleado, el canto de los pájaros, escribir, una buena conversación… Por otro, los amigos, la familia, las mascotas… Todos son esenciales, profundamente nuestros e imprescindibles, ya que nos brindan consuelo en los tiempos difíciles, y, por si fuera poco, iluminan todavía más los momentos hermosos. Gracias a ellos, nos convertimos en versiones más robustas de nosotros mismos. Por eso, nuestra vida brilla con luz propia. 

……..

Lourdes Justo Adán

Especialista en Educación Infantil, en Educación Primaria y en Pedagogía Terapéutica. 

Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Orientadora Escolar.

Docente.

Escritora. 

Columnista. 

Coach de víctimas de maltrato psicológico.

https://lourdesjustoadan.blogspot.com


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