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Cinco minutos | Por Lau Alabau

Cinco minutos | Por Lau Alabau

Él gritaba y yo gritaba con él.

Era un grito tribal, de compañeros, de euforia desmedida. Era un salto pectoral al vacío.

La noche caía a un ritmo vertiginoso. Empezó con un chaparrón veraniego sin piedad, pero poco a poco, los nubarrones se fueron y dieron paso a las estrellas. Esa noche estival fue una rotura que arrebató a mis demonios todo su poder.

No me daba miedo ser yo, todo lo que se puede ser con quince años. Con esa falsa autoestima, que algunos disfrazaban con ropa de marca, de perfumes caros y de chulerías baratas. Harto estaba de ver hasta en mis sueños, jerséis monocromáticos, saludos aliñados de testosterona y risas sordas de pasillo.

Y aún con ese hartazgo, buscando como encajar en ese binarismo criminal, me corroía la envidia por todas las arterias. Pensaba que esos chismorreos de grupo, esos besos robados al terminar la clase y esas miradas pícaras de tonteo adolescente no estaban diseñadas para alguien como yo.

Y así era.

Fue mucho el tiempo en el que yo pensé que esos placeres tan sencillos y a la vez tan complejos, jamás llegarían a mis entrañas, que eran un placer reservado para la gente guapa, popular y con cierto nivel adquisitivo. Ese deseo primitivo, animal y tierno a parte iguales no me rozaría nunca y con ese convencimiento, me iba a dormir todas las noches.

Ante esa rotura degenerada, me refugié como si fuera un paraguas, a los mundos literarios. Allí dentro daba igual como yo fuera, lo que pensara y lo que sentía, si llevaba o no pendientes, si hablaba fuerte o bajito e importaba una mierda si no me gustaba el rosa ni las faldas. Esa era mi casa y durante muchas tardes, las únicas amigas que sabía con certeza, que no me traicionarían jamás.

No obstante, con el tiempo y ya fuera de esa inocencia entrañable, descubrí que el amor, de incondicional, no tiene nada. Está lleno de normas y de cláusulas visibles e invisibles.

Respiro.

Pienso que, si ahora he descubierto parte de la dinámica del amor, es porque lo he vivido; que ha ocurrido eso que jamás pensé que pasaría.

Lo veo cuando llego el lunes a trabajar y mis compañeras me preguntan qué tal el fin de semana. Lo oigo y me estremezco cuando una amiga me llama diciéndome “¿Puedes hablar?” y ahí ya sé que algo va mal. Se congela mi mundo. Pospongo todo lo que estoy haciendo y mientras me fumo un cigarro me entrego a las palabras de la persona que está al otro lado, con mis cinco sentidos y el sexto, ese que hay en las amistades importantes. El sexto sentido consiste en mimar y acompañar, pero diciendo lo que unx piensa, sin tarros de azúcar de por medio. Parece tan evidente como difícil de encontrar.

Amor, es cuando mi madre corrige mi pronombre cuando llamo a casa antes que yo se lo pida, es cuando mi hermana me dice que, en parte, he sido su referente. Lo veo, haciendo la cena mano a mano con mi pareja mientras bailamos. Amor es mi circulo transitando conmigo como un bloque de hormigón. Es acordarte que hoy tu amiga, por lo que fuera tenía un día duro. Es un “¿Estás bien?” a las cuatro de la tarde y un “Me tienes aquí si me necesitas “a cualquier hora.

Lo siento en una caricia amable de una amante. Es un “buen trabajo” de tu jefa y un “Muchas gracias” cuando ayudas a una persona mayor.

Me equivocaba y en estos casos, errar es una victoria hermosa.

Al Lau de 15 años, le diría que esté tranquilo, que la vida lo va a sorprender y que, por suerte, aunque sea a pasos de vals vienés, el mundo está cambiando.

Ahora, las noches no me dan miedo, ni durante el día tengo que preguntarme que es lo que estoy haciendo tan mal. Miro a mi alrededor y sonrío al pensar en estas personas que tanto me aman.

Ojalá todas las personas vivieran cinco minutos lo que yo siento cuando estoy con ellas; debería ser algo que fuera extensible a todas las almas del mundo.


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