«52» | Por Emilio Gonzalo Gutiérrez
En algunas ocasiones cuando estamos escribiendo necesitamos documentarnos muy bien y en otras usar exclusivamente nuestra imaginación para crear personajes y situaciones. La mayoría de las veces mezclamos realidad y fantasía y para inspirarse cada escritor tiene sus propios trucos, el mío es dibujar y hacer bocetos de los personajes y lugares.
Comparto con vosotros un párrafo del libro “52” y el dibujo con que me inspire.
La panzuda nave navegaba lentamente, alejándose de las costas de África. Su pomposa proa, rematada por el estilizado friso que representaba la cabeza de un caballo, se orientaba lentamente hacia mar adentro movida por la suave corriente de la costa. El capitán, Cimón de Esmirna, estaba erguido en la popa, observando cómo la línea de la costa iba desapareciendo en el horizonte. La embarcación era una de las últimas realizadas enteramente con madera de cedro del Líbano en los astilleros de Tiro, cuando el poderío fenicio en el mar no tenía rival alguno. Pero estos eran otros tiempos, el dominio de los griegos y la posterior irrupción del Imperio romano habían supuesto una dura competencia, cuyo primer efecto se notaba en la disminución en la fabricación de naves y las pocas que se construían eran para venderlas a otras naciones.
Cimón observó la única vela rectangular sostenida en el palo mayor por la enorme verga que se mantenía suelta en espera de los vientos propicios. Dirigiéndose hacia el marinero encargado del remo situado a estribor junto a la popa, que hacía las veces de timón, le ordenó virar a sotavento en busca de los vientos más favorables. Lentamente la vela comenzó a ondear y los marineros se apresuraron a tensar las vergas y orientarlas a favor del viento, urgidos por la desagradable voz del capataz, que permanecía atento a las órdenes de su capitán. Impulsada por el viento del este, la embarcación viró hacia mar abierto, hacia las costas de Hispania, su próximo destino.
Cimón verificó que todo estaba en orden y dirigiéndose a su capataz le hizo señas de que se retiraba a su camarote. Llamarlo «camarote» era un eufemismo, pues realmente se trataba de un pequeño cubículo situado en el castillete de proa, justo detrás de los timones. El mobiliario estaba compuesto exclusivamente por un jergón que descansaba sobre un enorme arcón, que hacía las veces de catre, y una rústica mesa cubierta de mapas. Apartando el ajado colchón, levantó la tapa del arcón y, tras revolver entre los objetos y telas que se apilaban en su interior, sacó un cofre envuelto en una tela oscura. Volvió a dejar todo como estaba y, sentándose en el lecho, colocó el cofre sobre la mesa. No entendía qué de valor podría contener y su curiosidad, mezclada con la codicia y fantasía de todos los marinos, lo impulsaba a abrirlo y averiguar su contenido; no obstante, el recuerdo de Aristarco estaba demasiado presente y el temor que le inspiraba era más fuerte que sus otras sensaciones. Cimón era un hombre práctico y su filosofía era muy sencilla: aprovechar las ventajas que le estaba deparando su encuentro con Aristarco y no intentar ser más ambicioso de lo estrictamente necesario. No debía poner en riesgo lo que estaba siendo una de sus travesías más rentables, así pues, despejándose de cualquier otro pensamiento, devolvió el cofre al lugar donde lo tenía guardado y desenrolló el trozo de pergamino que le habían entregado junto con el cofre. En cada ocasión en que había estado a solas en su camarote lo había leído y releído hasta poder memorizar cualquier detalle del mismo. Realmente no tenía mucho que ver, tan solo contenía el dibujo de un trozo de la costa de Hispania, que fácilmente reconoció en sus mapas, con una marca que indicaba un lugar muy concreto. La otra indicación del pergamino era la que lo preocupaba por su ambigüedad, se trataba de la representación de una luna llena situada sobre la silueta de un delfín.
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